El sol, ya un disco sanguíneo y agonizante, se hundía detrás de las colinas, tiñendo el río de tonos púrpura y oro que se reflejaban en las lágrimas secas de Eugenia. Estaba de rodillas en la orilla, la arena húmeda empapando la tela fina de su vestido de flores, un estampado alegre y juvenil que contrastaba grotescamente con la pesadilla que ahora era su realidad. El sabor de Javier aún persistía en su boca, una mezcla salobre y metálica que le recordaba cada instante de la violación, pero también, de forma confusa y aterradora, la intensidad brutal de un placer que no había pedido sentir. Era una amargura que se le había quedado pegada al paladar, al alma. Él permanecía de pie frente a ella, una silueta imponente contra el cielo crepuscular, observándola con la calma de un predador que sabe que su presa ya no huye. No había necesidad de prisas ni de fuerza bruta ahora. El control era más sutil, más profundo. Se alimentaba del miedo, de la vergüenza y de esa semilla de con...