El sol, ya un disco sanguíneo y agonizante, se hundía detrás de las colinas, tiñendo el río de tonos púrpura y oro que se reflejaban en las lágrimas secas de Eugenia. Estaba de rodillas en la orilla, la arena húmeda empapando la tela fina de su vestido de flores, un estampado alegre y juvenil que contrastaba grotescamente con la pesadilla que ahora era su realidad. El sabor de Javier aún persistía en su boca, una mezcla salobre y metálica que le recordaba cada instante de la violación, pero también, de forma confusa y aterradora, la intensidad brutal de un placer que no había pedido sentir. Era una amargura que se le había quedado pegada al paladar, al alma.
Él permanecía de pie frente a ella, una silueta imponente contra el cielo crepuscular, observándola con la calma de un predador que sabe que su presa ya no huye. No había necesidad de prisas ni de fuerza bruta ahora. El control era más sutil, más profundo. Se alimentaba del miedo, de la vergüenza y de esa semilla de confusión que él mismo había plantado en lo más hondo de ella.
—Tu madre —comenzó, su voz era suave, casi contemplativa, como si estuvieran teniendo una conversación mundana—. ¿Está casada?
La pregunta sonó tan fuera de lugar, tan incongruente con la violencia reciente, que Eugenia parpadeó, desorientada. "¿Por qué pregunta eso?", pensó, una punzada de desconfianza atravesando la niebla de su aturdimiento. Pero la dinámica ya estaba establecida. Él preguntaba. Ella respondía.
—No —murmuró, bajando la mirada hacia sus propias manos, que yacían inertes sobre su regazo—. Nunca se casó.
Javier asintió lentamente, como si confirmara una teoría interna.
—¿Y tú? ¿Tienes hermanos? ¿Hermanas? —la presión en su tono era apenas perceptible, pero estaba ahí. Una orden disfrazada de curiosidad.
—Dos hermanas —respondió ella, mecánicamente. —Valeria, tiene veinte años. Y Martina, veintitrés.
Una sonrisa lenta, cargada de un humor negro y perverso, se dibujó en los labios de Javier.
—Valeria y Martina. Nombres bonitos para unas niñas bonitas, me imagino. Como tú —hizo una pausa, dejando que el halago envenenado se asentara. —Y todas de padres distintos, dices. Bastante putita tu mamá, ¿no? Sembró su campo con diferentes semillas.
Eugenia sintió una oleada de indignación caliente. Quería defender a su madre, gritarle que se callara, pero las palabras se congelaron en su garganta. El insulto, en lugar de enfurecerla del todo, la sumió en una vergüenza más profunda. Era como si la lógica retorcida de él estuviera manchando no solo su presente, sino también su pasado, su linaje.
—¿Y la abuela? —continuó él, sin inmutarse por su silencio—. La que vino de visita. ¿Es linda? ¿Una mujer… apetecible?
La pregunta le provocó náuseas. "¿Abuela Clara? ¿Por qué?". El asco fue instantáneo, pero de nuevo, la programación de obediencia era más fuerte.
—Sí… es linda —logró decir, sintiendo que profanaba a su abuela con cada palabra—. Tiene sesenta y cinco años. Vive en España, está casada con un hombre de allí. Tiene otros hijos, además de mi mamá.
Javier emitió un sonido gutural, una mezcla de interés y desdén. Su mente, siempre calculando, siempre coleccionando información, archivaba cada detalle. Eugenia, de rodillas, se sentía como un libro abierto cuyas páginas más íntimas estaban siendo leídas y manchadas por sus ojos.
Al notar la docilidad con la que respondía, incluso a las preguntas más invasivas, la satisfacción en el rostro de Javier se hizo evidente. Se inclinó ligeramente y posó una mano sobre su cabeza, no con cariño, sino con la propiedad con la que se palpa a un animal bien entrenado. El contacto hizo que Eugenia se estremeciera por completo, un escalofrío que recorrió su espina dorsal.
—Buena niña —murmuró, y las palabras cayeron sobre ella como un latigazo dulce y venenoso. "Buena niña". Era un elogio grotesco, pero en el confuso laberinto de sus emociones, tras el trauma y la manipulación, esa mínima validación encontró un resquicio por donde colarse. No era placer, no era felicidad. Era algo más oscuro: la sensación de estar cumpliendo con un rol, de estar siendo útil para este hombre que lo había trastornado todo. Era el alivio patológico de quien, habiendo sido quebrada, encuentra una nueva y retorcida forma de existir dentro de la fractura.
—Ahora, escúchame bien —su voz se volvió baja y firme, la voz de quien da instrucciones que no admiten réplica—. Esta noche, antes de dormir, me enviarás un video. Tú, masturbándote. Quiero oírte gemir mi nombre. Y mañana por la mañana, irás a la panadería del pueblo, comprarás dos medialunas calientes y un café negro. Vendrás directamente aquí, a mi cabaña, y me lo traerás a la cama. No llegues después de las ocho.
Las órdenes eran tan específicas, tan humillantes y tan absolutamente fuera de cualquier norma, que por un segundo Eugenia solo pudo quedarse mirándolo, boquiabierta. "¿Un video? ¿Llevarle el desayuno? ¿Gemir su nombre?". La parte sana de su cerebro gritaba en negación. Pero el miedo al video de la violación, a las fotos, era un cuchillo constante apuntando a su garganta. Y, horriblemente, había otra cosa: una curiosidad malsana, un fuego bajo las cenizas de su violación que se avivaba con la obscena intimidad de las tareas. Él no solo quería su cuerpo; quería su voluntad, su obediencia, su complicidad.
Esa noche, en la oscuridad de su habitación, con la puerta cerrada con llave y escuchando la respiración tranquila de su abuela en la habitación contigua, Eugenia encendió la pantalla de su teléfono. Sus manos temblaban tanto que casi deja caer el dispositivo. Grabó el video. Fue un acto mecánico al principio, un cumplimiento aterrado de una orden. Pero mientras sus dedos recorrían su cuerpo, en la quietud de la noche, los recuerdos de la cabaña, del dolor mezclado con sensaciones desconocidas, volvieron a ella. Un calor vergonzante, prohibido, comenzó a extenderse desde su vientre. Cuando murmuró su nombre —"Javier"—, fue al principio un susurro forzado, pero al decirlo, una extraña electricidad la recorrió. "Esto está mal, esto está mal, esto está mal", martillaba su conciencia, pero su cuerpo, traicionero, respondía. Al final, envió el video con un sentimiento de vacío y de sucia excitación que la dejó hecha un ovillo en la cama, sintiéndose más perdida que nunca.
A la mañana siguiente, se levantó con el alba. Cumplió al pie de la letra. El aroma dulzón de las medialunas recién horneadas en la bolsa de papel y el amargo del café llenaban el aire fresco de la mañana mientras caminaba hacia la cabaña. Cada paso era una batalla entre el pánico y una resignación profunda. Llamó a la puerta con suavidad, casi esperando que no estuviera, que todo hubiera sido una pesadilla de la que había despertado.
—Adelante —oyó su voz desde dentro.
Al entrar, lo encontró recostado en la cama, con las sábanas cubriéndole apenas la cintura, el torso desnudo revelando un físico aún poderoso para su edad. La habitación olía a él, a sexo y a colonia. Él no dijo nada, solo señaló la mesita de noche con un gesto de la cabeza. Ella colocó allí el desayuno, sus manos temblando levemente.
—Bien —dijo él, tomando el café y dando un sorbo—. Ahora, acuéstate. Aquí —indicó el espacio a su lado en la cama.
Eugenia dudó por un microsegundo. Pero la orden era clara. Obedeció. Se acostó de lado, mirándolo, sintiendo la tensión de cada músculo de su cuerpo. Él desayunó en silencio, con una calma obscena, mordisqueando la medialuna, bebiendo el café, mientras ella yacía allí, quieta, como un mueble más de la habitación, esperando su próxima orden, sintiendo cómo ese "algo más profundo y ardiente" crecía dentro de ella, un monstruo alimentado por el miedo, la sumisión y una conexión retorcida que ya nunca podría romper.
El silencio en la cabaña era pesado, cargado solo por el crujido seco de la masa de la medialuna bajo los dientes de Javier y el leve tintineo de la taza de porcelana al ser apoyada en el platillo. Eugenia permanecía inmóvil a su lado, tendida sobre la sábana, sintiendo cada fibra de la tela áspera contra su espalda desnuda bajo el vestido. Su corazón martilleaba contra sus costillas, un pájaro aterrorizado enjaulado. La ordinariez de la situación —él desayunando con indiferencia, ella yaciendo como una ofrenda muda— era casi más humillante que la violencia explícita de la primera vez. Era una degradación metódica, un recordatorio constante de su nuevo lugar: un objeto para su placer y conveniencia.
Javier terminó el último bocado, limpiándose los dedos con meticulosidad en una servilleta de papel antes de arrojarla a la mesilla. Su mirada, fría y evaluadora, se posó entonces por completo en ella. La recorrió de arriba a abajo, y Eugenia sintió cómo su piel se erizaba bajo ese escrutinio, como si sus ojos pudieran tocar la tela de su vestido de flores y quemarla hasta hacerla desaparecer.
—Ahora —dijo, su voz un susurro ronco que cortó el aire como un cuchillo—. Hazme el amor.
Las palabras, tan absurdamente románticas y fuera de lugar para la orden que eran, resonaron en el espacio entre ellos. "Hazme el amor". No "fóllame" o "óbedece". Era una perversión del lenguaje, una forma de enmarcar la sumisión como un acto de devoción. Eugenia contuvo el aliento. Por un instante, todo su ser se rebeló. "No puedo. No debo. Esto es una locura". Pero las cadenas que él había forjado —el miedo al video, la vergüenza, la confusión de su propio cuerpo— eran más fuertes que su voluntad.
Con movimientos torpes, como si sus extremidades le pertenecieran a otra persona, se incorporó. Sus dedos, fríos y temblorosos, encontraron el pequeño cierre lateral del vestido. El sonido de la cremallera al abrirse pareció ensordecedor en el silencio. Dejó que la tela con flores se deslizara por sus hombros y cayera alrededor de su cintura, revelando su torso pálido y los pechos que se elevaban y descendían con una respiración cada vez más agitada. Luego, se levantó completamente de la cama, dejando que el vestido se amontonara a sus pies en un círculo de colores marchitos. Se quedó allí, de pie junto a la cama, completamente desnuda a la luz gris de la mañana que se filtraba por la ventana, sintiéndose más expuesta y vulnerable que nunca. El aire fresco de la cabaña le erizó la piel de los brazos y le endureció los pezones, una reacción fisiológica que sintió como una traición más.
Javier no se movió. Solo la observaba, recostado contra los almohadones, sus ojos oscuros grabando cada temblor, cada titubeo. Su propia excitación era evidente bajo las sábanas, una presencia expectante y demandante.
—Sube —ordenó, con un gesto de la barbilla.
Eugenia obedeció. Arrodillándose sobre el colchón, se colocó a horcajadas sobre sus muslos, evitando mirarlo a los ojos. Su corazón latía con tal fuerza que sentía que se ahogaría. "No sé cómo hacer esto", pensó, un pánico paralizante apoderándose de ella. "Solo lo he hecho… una vez. Y él lo hizo todo". La inexperiencia era un peso enorme. No conocía los ritmos, las presiones, los ángulos. Solo conocía el dolor inicial y la confusión posterior.
Él lo notó. Y, con una paciencia que resultaba aterradora, la guio. Sus manos, grandes y con venas marcadas, se posaron en sus caderas, no con brusquedad, sino con una firmeza que la estremeció.
—Más arriba —murmuró, su voz grave rozándole el pecho—. Guíame dentro de ti. Despacio.
Eugenia, con los párpados bajos, jadeando, tomó su miembro con una mano que vibraba de nerviosismo. Era tan diferente a tocarse a sí misma. Era calor, dureza, una textura aterciopelada que la hizo contener la respiración. Lo guió hacia su entrada, sintiendo cómo su propio cuerpo, humedecido por una excitación forzada y confusa, cedía. Se hundió sobre él con un gemido ahogado, un sonido que era mitad dolor, mitad alivio.
—Así… —susurró Javier, sus manos apretando sus caderas con más fuerza, estableciendo un ritmo lento y profundo—. Muévete. Para mí.
Y ella lo hizo. Al principio, los movimientos fueron torpes, vacilantes, casi espasmódicos. Pero él era un director experto. Sus manos la guiaban, su aliento en su oído le daba instrucciones bajas y guturales. "Más despacio… ahora más rápido… así, buena niña…". Las palabras, mezcladas con la sensación física de la penetración, comenzaron a crear una realidad alternativa en su mente. El Javier violador, el monstruo, se difuminaba por momentos, reemplazado por la figura de un hombre que la poseía, sí, pero que también la conducía, que le enseñaba, que extraía de su cuerpo respuestas que ella desconocía.
Ella comenzó a moverse con más confianza, encontrando un ritmo que resonaba en lo más profundo de su ser. Su respiración se hizo más profunda, más ronca, perdiendo el patrón de pánico inicial. Los gemidos que escapaban de sus labios ya no eran solo de incomodidad; había un tono nuevo, un quejido de placer que se abría paso a través de la niebla del miedo y la coerción. Cerró los ojos, abandonándose a la sensación, ahora el calor que se acumulaba en su vientre, a la electricidad que recorría su espina dorsal. Por unos minutos cruciales, se olvidó de quién era él. Se olvidó de la violación, de las amenazas, de la cabaña. Solo existía la sensación cruda y primaria, la danza animal de dos cuerpos, el viaje hacia un precipicio que su cuerpo anhelaba a pesar de su mente.
—Javier… —gimió, y esta vez su nombre no sonó forzado, sino como una súplica, una invocación.
El orgasmo la alcanzó con una fuerza sorpresiva y devastadora. Un tremor violento la sacudió de pies a cabeza, un grito ahogado se le escapó de los labios y se derrumbó sobre su pecho, jadeando, sintiendo cómo sus músculos internos se convulsionaban alrededor de él en oleadas interminables de placer. Fue una rendición total, física y emocional. Una capitulación.
Pero Javier no había terminado. Justo cuando ella flotaba en la resaca sensorial, vulnerable y abierta, él la rodó con un movimiento brusco y experto, cambiando sus posiciones. Ahora él estaba arriba, encajado entre sus piernas, su peso sobre ella, una presencia abrumadora y posesiva. La mirada en sus ojos había cambiado; la paciencia del instructor se había esfumado, replicado por el fuego oscuro del dominador que reclama lo que es suyo.
—Ahora es mi turno —gruñó, y antes de que ella pudiera reaccionar, comenzó a moverse con una fuerza y una intensidad que no le permitían ningún control. Sus embestidas eran profundas, brutales, diseñadas para llegar a lo más hondo, para marcar territorio.
Eugenia gritó, pero el grito se transformó en un gemido largo y gutural. La sensación era abrumadora. La fuerza con la que la poseía debería haberla aterrado, debería haberle provocado dolor. Pero su cuerpo, ya excitado y sensibilizado por el orgasmo reciente, interpretó la fuerza como pasión, la posesión como deseo. La confusión fue absoluta. El monstruo y el amante se fundieron en una sola figura sobre ella.
—¿Te gusta? —le exigió, clavando sus dedos en la carne de sus muslos—. ¿Te gusta que te tome así? ¿Qué te use como mi puta?
—¡Sí! —gritó ella, sin poder contenerse, sus uñas clavándose en su espalda—. ¡Sí, Javier!
—Dime de quién eres —rugió, acelerando el ritmo hasta un punto casi insoportable.
—¡Tuya! —gimió, perdida en un mar de sensaciones contradictorias—. ¡Soy tuya!
Un segundo orgasmo, más intenso y desgarrador que el primero, la estremeció. Fue una explosión de luz blanca detrás de sus párpados, una convulsión de todo su ser que la dejó completamente vacía, hecha añicos. Un instante después, Javier llegó a su propio clímax con un gruñido profundo y animal, derramándose dentro de ella con un último empuje posesivo.
El silencio que siguió solo fue roto por el sonido jadeante de su respiración entrecortada. El olor a sexo y sudor llenaba la habitación. Eugenia yacía debajo de él, exhausta, destrozada, con la mente en blanco. No podía procesar lo que había pasado, lo que había sentido, lo que había gritado.
Javier se separó lentamente y se recostó a su lado. Durante varios minutos, ninguno habló. Él miraba al techo, una expresión de satisfacción lúgubre en su rostro. Ella miraba hacia la ventana, sintiendo cómo la realidad, fría y cruel, comenzaba a filtrarse de nuevo en su conciencia junto con la vergüenza y el horror.
Fue entonces cuando él rompió el silencio, su voz serena, casi conversacional.
—¿Estás disfrutando de obedecer?
La pregunta flotó en el aire, cargada de un significado perverso. No preguntaba si había disfrutado del sexo. Preguntaba si había disfrutado de la sumisión, de la entrega de su voluntad.
Eugenia cerró los ojos. Una lágrima caliente se deslizó por su sien y se perdió en el cabello. Todas las voces en su cabeza le gritaban que negara, que se levantara y huyera, que recuperara un ápice de dignidad. Pero su cuerpo aún vibraba con los ecos de los orgasmos que él le había arrancado. Y en lo más profundo de su ser, en un lugar oscuro y a vergonzante, la respuesta era clara.
Murmuró, con una voz tan baja que apenas era un susurro, pero suficiente para que él, que esperaba escucharla, la captara perfectamente.
—Sí.
CONTINUARA...

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