Tres meses habían transcurrido desde aquella primera noche de pesadilla. Tres meses durante los cuales la casa de Marian se había transformado en un templo perverso de la obediencia, un microcosmos donde las reglas del mundo exterior habían sido borradas y reemplazadas por el dogma único de la voluntad de Javier. El entrenamiento había sido meticuloso, implacable, y profundamente efectivo. Las cadenas físicas ya no eran necesarias; las cadenas mentales que él había forjado eran infinitamente más fuertes. Marian, Valeria, Martina y Eugenia ya no luchaban. Habían entendido su lugar. O, más precisamente, habían sido reprogramadas para encontrarlo no como una prisión, sino como su estado natural, la única realidad que garantizaba su aprobación, placer y una paz distorsionada. Una tarde, con la luz del sol filtrándose por las cortinas pesadas del salón, Javier decidió realizar una ceremonia que simbolizara su triunfo absoluto. Ordenó a las cuatro mujeres que se presentaran. Acud...