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La Sombra del Abuelo - Parte Final.

 


Tres meses habían transcurrido desde aquella primera noche de pesadilla. Tres meses durante los cuales la casa de Marian se había transformado en un templo perverso de la obediencia, un microcosmos donde las reglas del mundo exterior habían sido borradas y reemplazadas por el dogma único de la voluntad de Javier. El entrenamiento había sido meticuloso, implacable, y profundamente efectivo. Las cadenas físicas ya no eran necesarias; las cadenas mentales que él había forjado eran infinitamente más fuertes. Marian, Valeria, Martina y Eugenia ya no luchaban. Habían entendido su lugar. O, más precisamente, habían sido reprogramadas para encontrarlo no como una prisión, sino como su estado natural, la única realidad que garantizaba su aprobación, placer y una paz distorsionada. 


Una tarde, con la luz del sol filtrándose por las cortinas pesadas del salón, Javier decidió realizar una ceremonia que simbolizara su triunfo absoluto. Ordenó a las cuatro mujeres que se presentaran. Acudieron de inmediato, moviéndose con una gracia sumisa que se había vuelto instintiva. No llevaban ropa; la desnudez era su uniforme, un recordatorio constante de su disponibilidad y su pertenencia. 


—En fila —ordenó Javier, señalando el centro de la habitación. 


Ellas obedecieron, alineándose por orden de "antigüedad" en su sumisión: primero Eugenia, luego Valeria, luego Martina, y finalmente Marian, la última en ser completamente domeñada pero quizás la más profundamente quebrada. Se pararon con la espalda recta, las manos detrás de la nuca, la mirada baja pero expectante, como soldados en una formación perversa. Sus cuerpos, aunque mostraban las marcas sutiles de su cautiverio—una ligera palidez, la musculatura más delgada—, estaban tensos con una excitación anticipatoria. Sabían lo que venía. Era un ritual familiar, la culminación de su adoctrinamiento. 


Javier caminó frente a ellas, como un general revisando sus tropas. Su mirada, cargada de posesión lujuriosa, recorrió cada curva, cada cicatriz invisible de su dominio. 


—Hoy —anunció, su voz grave llenando la habitación—, celebramos vuestra perfección. Sois mis obras maestras. Y toda obra maestra debe ser… admirada. Utilizada. 


Comenzó con Eugenia, su primera y más devota discípula. Se colocó detrás de ella, sus manos agarrando sus caderas con familiaridad. 


—¿Quién te quiere, pequeña? —preguntó, su aliento caliente en su oído. 


—¡Tú, abuelo! ¡Solo tú! —respondió Eugenia de inmediato, arqueando la espalda para ofrecerse mejor. 


—¿Y qué eres para mí? 

—¡Tuya! ¡Soy toda tuya! 


Con un movimiento fluido, la penetró. Eugenia gritó de placer, un sonido agudo y genuino que era música para los oídos de Javier. 


—¡Sí! ¡Así! ¡Más! —suplicaba ella, moviéndose en sincronía con él, sus gemidos marcando el ritmo para las demás. 


Javier la tomó con una intensidad feroz, disfrutando de su entrega absoluta. Después de unos minutos, se separó de ella, dejándola jadeando y temblorosa, pero manteniendo su posición en la fila. 


Se movió hacia Valeria. La más joven después de Eugenia lo miró con ojos brillantes de adoración y necesidad. 


—Yo, abuelo, por favor… es mi turno —suplicó, antes de que él pudiera decir nada—. Necesito que me des tu amor. 


Javier sonrió. —Tan ansiosa… tan dulce. —La penetró por delante, agarrando sus nalgas y levantándola ligeramente. Valeria se aferró a sus hombros, enterrando su rostro en su cuello, sus gemidos eran más suaves, más melódicos que los de su hermana. 


—Eres el mejor… el más grande… —murmuraba entre jadeos—. Nunca quiero a nadie más. 


—Y no lo tendrás —gruñó Javier, acelerando el ritmo hasta que Valeria llegó a un clímax rápido y estremecedor, gritando su nombre como un mantra. 


Al dejarla, se volvió hacia Martina. La que fuera la rebelde ahora lo miraba con una mezcla de respeto y lujuria sumisa que aún la sorprendía a ella misma. 


—La que más costó domar —dijo Javier, acariciándole la mejilla—. Pero ahora, la más fogosa. ¿No es así? 


—Sí, dueño —respondió Martina, su voz era más ronca, más grave—. Rompiste lo malo y sacaste lo bueno. Lo que siempre debí ser. —Cuando él la tomó, por detrás como a Eugenia, su respuesta fue inmediata y ardiente. Sus gritos no eran de sumisa devoción, sino de pura lujuria animal liberada. 


—¡Sí, joder! ¡Así! ¡Destrózame! —gritaba, empujándose contra él con una fuerza que igualaba la suya—. ¡Soy tu perra rabiosa! ¡Usame! 


Javier, excitado por su ferocidad sumisa, la poseyó con una brutalidad que hacía temblar los muebles. Cuando terminó con ella, Martina se derrumbó hacia adelante, apoyándose en las manos, jadeando como una bestia, una sonrisa de satisfacción salvaje en su rostro. 


Finalmente, llegó a Marian. Su hija, su mascota. Ella no dijo nada. Solo se arrodilló frente a él, mirándolo con ojos de total devoción canina, y ladró suavemente, una solicitud silenciosa. 


—Mi buena perra —murmuró Javier, acariciándole la cabeza—. La más leal. —La penetró allí mismo, en el suelo, mientras ella se mantenía en cuatro patas, aceptando cada embestida con gemidos de satisfacción profunda, ladrando entrecortadamente en los momentos de mayor placer. 


—¡Mi macho! ¡Eres mi único macho! —aulló, cuando el orgasmo la recorrió, haciendo que se desplomara sobre la alfombra. 


Javier, habiendo recorrido toda su colección, terminó su propio clímax sobre la espalda de Marian, marcándola una vez más como su posesión. 


Por unos minutos, solo se escuchó el sonido de la respiración jadeante de las cinco personas en la habitación. Las cuatro mujeres yacían o se arrodillaban en sus lugares, exhaustas pero radiantes de una satisfacción obscena. Para ellas, este era el pináculo de su existencia: ser utilizadas por su amo, ser elegidas, aunque fuera por turnos, para su placer. 


Javier se ajustó la ropa, mirando el cuadro de sumisión perfecta que tenía frente a él. Respiró hondo, y entonces, con una calma que contrastaba brutalmente con la escena recién vivida, soltó la bomba. 


—He estado pensando —dijo, su voz serena pero con un dejo de una pena artificial—. Soy un hombre mayor. Sesenta años no son pocos. —Hizo una pausa, dejando que el silencio se volviera pesado—. Cuidar de las cuatro… de toda mi preciosa manada… es una tarea que requiere una energía que… quizás ya no tengo. 


Las cuatro mujeres alzaron la mirada hacia él, la confusión empezando a nublar sus expresiones de éxtasis post-coital. 


—Mi amo está fuerte —dijo Eugenia, con ansiedad—. Puede con nosotras. 


—Sí, eres nuestro toro fuerte —agregó Valeria, casi llorando. 


—No necesitamos mucho —murmuró Martina, su fogosidad apagada por el miedo. 


Marian solo gimió, frotándose contra su pierna como un perro asustado. 


Javier suspiró, con una teatralidad estudiada. —Sois muy jóvenes, muy ardientes. Merecéis un dueño que pueda atenderos todas, todo el tiempo. Yo… me estoy quedando grande para esto. —Otra pausa, más larga, letal—. Voy a tener que vender a algunas de vosotras. Para asegurarme de que las que se queden reciban toda la atención que merecen. 


El silencio que siguió fue absoluto, roto solo por un jadeo de horror de Valeria. Las caras de las cuatro mujeres se descompusieron. La confusión fue total. ¿Venderlas? ¿Como… como ganado? ¿Separarlas? La idea era tan monstruosa, tan fuera de cualquier lógica que incluso sus mentes adoctrinadas lucharon por procesarla. 


—¿V… vender? —balbuceó Eugenia, sus ojos llenos de un pánico que no sentía desde los primeros días—. ¿A otras personas? 


—No… no podemos irnos —gimió Martina—. Somos tuyas. ¡De la familia! 


—¡No me vendas, amo! —suplicó Valeria, arrojándose a sus pies—. ¡Haré lo que sea! ¡Comeré menos! ¡Solo déjame quedarme! 


Marian ladró, una serie de sonidos agudos y desesperados, frotando su rostro contra su pierna. 


Javier las observó, con una expresión de pesar perfectamente fingido, pero con los ojos brillando de puro placer ante su desesperación. El poder de dictar no solo sus presentes, sino sus futuros, de ser el único sol alrededor del cual giraban, incluso para condenarlas, era la intoxicación final. 


—Tendré que pensarlo —dijo finalmente, su voz suave pero implacable—. Dependerá de cuál de vosotras me demuestre más devoción en los días que vienen. La que menos me convenza… será la primera en irse. 


Y con esa amenaza final, dejándolas sumidas en un mar de terror, confusión y una necesidad patética de complacerlo para no ser descartadas, salió de la habitación. Las cuatro mujeres se quedaron mirándose, ya no hermanas, madre e hijas, sino competidoras en un juego perverso por el favor de un amo que ahora, incluso en su triunfo absoluto, las había condenado a una nueva pesadilla: la incertidumbre de la subasta. 


El mes que siguió a la anunciada posibilidad de la venta fue un período de terror refinado y sumisión exacerbada dentro de los muros de la casa. Javier, como un dios caprichoso y cruel, jugó con los miedos más profundos de las cuatro mujeres. Las humillaciones, que ya eran parte de la rutina, se intensificaron, convirtiéndose en pruebas constantes de devoción. Las hacía competir por su atención, por migajas de aprobación, por la promesa de no ser la elegida para ser expulsada del paraíso perverso que él había creado. Marian, la mascota, aprendió trucos más complejos, ladraba y gemía a volundad, se paseaba con un collar y una correa por la casa, siempre atenta a la menor señal de su amo. Valeria se volvió aún más servil, buscando anticipar sus deseos, obsesionada con ser la más útil. Martina, la fogosa, canalizó su ferocidad en una lujuria aún más intensa, intentando demostrar que era la más ardiente, la que mejor podía satisfacerlo. Eugenia, la primera, la más leal, profundizó su entrega hasta lo místico, viendo en cada humillación una prueba de su amor por él. 


Pero todo era un teatro siniestro. Javier ya tenía un plan fríamente calculado. Las tres nietas serían vendidas. Marian, su hija, la base de este pequeño imperio de sumisión, se quedaría con él. Era su trofeo final, la prueba viviente de que había corrompido su propia sangre de la manera más profunda. Y tenía compradores en mente, hombres de su círculo, cómplices o poderosos que podrían callar a cambio de una pieza tan exquisita. Además, impondría una condición: debían engendrar al menos tres hijos con ellas. No por un deseo de ser abuelo, sino para esparcir su legado, su semilla de dominación, asegurando que su influencia se extendiera a la siguiente generación. Eran, en su mente, yeguas de cría para su linaje obsceno. 


Un jueves por la tarde, hizo que las cuatro mujeres se vistieran con vestidos sencillos, casi transparentes, que no ocultaban nada. Les ordenó que se maquillaran ligeramente, que se peinaran. "Quiero que se vean presentables para nuestros invitados", les dijo, con una sonrisa que heló la sangre a todas, excepto a Eugenia, quien sonrió beatíficamente, feliz de complacerlo. 


Los invitados llegaron uno por uno. Primero, Ramón, su amigo corpulento y calvo, con su panza prominente y sus ojos pequeños que brillaron con lujuria apenas cruzó la puerta. Luego, Esteban, el delgado de bigote gris, que se frotaba las manos con nerviosismo y excitación. Y finalmente, una sorpresa: el Juez Humberto Calderón, un hombre de unos cincuenta y cinco años, de traje impecable, pelo engominado y una autoridad serena que ocultaba una perversión tan profunda como la de Javier. Su poder en el pueblo era absoluto, y su discreción, comprada con favores y secretos, era invaluable. 


Los hombres fueron recibidos en el salón. Las cuatro mujeres estaban alineadas detrás de Javier, como mercancía de exposición, con la cabeza gacha pero el cuerpo tenso por el miedo y la expectativa. El aire olía a colonia barata, a nervios y a lujuria contenida. 


—Bueno, muchachos —comenzó Javier, con la voz de un vendedor de ganado experto—. Acá las tienen. La crema de la crema. Entrenadas personalmente por mí. Obedientes, ardientes, y fértiles. Cada una con su estilo. —Señaló con la cabeza hacia Martina—. Esta es la fogosa. La que más luchó al principio, pero ahora es un volcán. Ideal para alguien que le guste con carácter, pero domado. 


Ramón se lamió los labios, mirando a Martina de arriba abajo. —Tiene una pinta bárbara, Javier. Se la ve… fuerte. 


—Es un caño —confirmó Javier—. Pero va con una condición. —Hizo una pausa dramática—. Tres hijos. Como mínimo. Hay que expandir la familia. 


Ramón asintió sin dudar. —¡Dale! Con esa jeva, tres se me hacen pocos. —Sacó un juego de llaves de su bolsillo y se lo tiró a Javier—. La camioneta 0km que querés. Está afuera. Papeles en la guantera. 


Javier atrapó las llaves con una sonrisa. —Trato hecho. Martina, cariño, andá con Ramón. Él es tu nuevo dueño. 


Martina, que había estado conteniendo la respiración, la exhaló. Miró a Ramón, a su cuerpo grueso y sus ojos avaros, y luego a Javier. Un destello de su antiguo yo quiso rebelarse, pero fue apagado de inmediato por el condicionamiento. Ramón era de acá, del pueblo. No se la llevaría lejos. Y la alternativa—ser vendida a un extraño o, peor, quedarse y ver a Javier preferir a otra—era inimaginable. 


—Sí, abuelo —dijo, con una voz un poco temblorosa—. Gracias por encontrarme un dueño tan… importante. —Caminó hacia Ramón, quien le pasó un brazo posesivo sobre los hombros, apretándola contra su cuerpo grueso. 


—Vamos, mi fogosita —dijo Ramón, con una risa grave—. Te voy a hacer recorrer cada camino de la provincia. 


Se fueron, y Martina no miró atrás. 


El siguiente en hablar fue el Juez Calderón. Su mirada no se había despegado de Eugenia, la más joven, la de aire más inocente y sumiso. 


—Esa —dijo el Juez, señalando con la barbilla—. La pequeña. Parece… dócil. 


—La más dócil —corrigió Javier, con orgullo—. Mi obra maestra. Obedece todo. Absolutamente todo. Hasta su propia venta, si se lo ordeno. —Miró a Eugenia—. ¿Verdad, pequeña? 


Eugenia alzó la mirada, sus ojos claros brillaban con devoción. —Sí, abuelo. Lo que vos digas. 


—¿Y también aceptaría ser mía? —preguntó el Juez, fascinado. 


—Si mi abuelo lo ordena, sí, su señoría —respondió Eugenia, haciendo una pequeña reverencia. 


El Juez sonrió, una expresión rara en su rostro solemne. —Excelente. La discreción, Javier, ya sabes… 


—Está garantizada —lo interrumpió Javier—. Ella misma se encargaría de callar cualquier… inconveniencia. ¿Verdad, Eugenia? 


—Sí, abuelo. Callaré todo lo que haga falta. 


—Mi precio —dijo Javier, metiendo las manos en los bolsillos—. Son esas cien hectáreas de campo lindantes con el río. Las que están a nombre de tu cuñado. 


El Juez no parpadeó. La tierra valía una fortuna, pero la tentación de poseer una criatura tan perfectamente sumisa era mayor. 


—Trato hecho —dijo el Juez—. Los papeles de transferencia estarán en tu escritorio mañana. 


—Eugenia —ordenó Javier—. Andá con el señor Juez. Él será tu nuevo amo. Servilo como me serviste a mí. 


Eugenia caminó hacia el Juez con pasos seguros. Se arrodilló frente a él y besó el anillo que llevaba en su mano. 


—Seré tuya por siempre, mi señor —dijo, con una convicción que erizó la piel incluso a Javier. 


El Juez la ayudó a levantarse con una galantería perversa y se la llevó del brazo, como si fuera una dama, no una esclava sexual comprada por un campo. 


Finalmente, solo quedaron Valeria, temblando como una hoja, y Marian, que se frotaba contra la pierna de Javier como para recordarle que ella aún estaba allí. 


Esteban, que había estado observando todo con una excitación nerviosa, se aclaró la garganta. 


—Y… y esa —señaló a Valeria—. La más jovencita después de la otra. Tiene una carita de ángel. 


—Valeria —dijo Javier—. Dulce, servil, ansiosa por complacer. Un encanto. Perfecta para alguien que busque… compañía constante y devota. —Miró a Esteban—. Para vos, Esteban, el precio es simbólico. Esas diez vacas Holando que tanto te costó conseguir. 


Esteban, que era un hombre de recursos más limitados, se puso colorado de alivio y excitación. —¡Las vacas! Sí, sí, dale. ¡Te las firmo ahora mismo! 


—Valeria —llamó Javier. 


Valeria se acercó, llorando silenciosamente, pero con una sonrisa temblorosa en los labios. —Sí, abuelo. 


—Esteban será tu dueño. Se buena con él. Dale los hijos que pido. 


—Sí, abuelo —dijo ella, y se volvió hacia Esteban—. Haré todo lo que me pidas, dueño. Te lo prometo. 


Esteban, casi incrédulo, tomó su mano con una torpeza tierna y perversa. —Vamos, mi vida. Te voy a cuidar como a una reina. 


Y así, con la simpleza de quien cambia cromos, las tres nietas fueron vendidas. Para sorpresa de Javier, y testimonio de su éxito en el adoctrinamiento, ninguna se resistió realmente. El alivio de que sus nuevos dueños fueran hombres conocidos del pueblo, de que no las separaran de su tierra, y la terrorífica alternativa de defraudar a Javier, las llevó a aceptar su nuevo destino con una sumisión que era aterradora. 


Cuando la puerta se cerró tras Esteban y Valeria, Javier se quedó solo con Marian en el salón. Ella lo miró, con los ojos llenos de lágrimas de confusión y un atisbo de esperanza. 


Él se agachó y le acarició la cabeza. 


—Sos la única que se quedó, mi perra fiel —dijo, su voz ahora genuinamente afectuosa, en la medida que podía estarlo—. La más leal. La que nunca dudó. —Le desabrochó el collar que llevaba y lo tiró a un lado—. De ahora en más, no necesitás esto. Sos mi única propiedad. Mi compañera. 


Marian ladró de felicidad, una serie de sonidos agudos y alegres, y se restregó contra él, lamiéndole las manos. No extrañaba a sus hijas en ese momento; solo sentía el alivio abrumador de no haber sido descartada, de seguir perteneciendo a su amo, su padre, su único dios. Javier la tomó en brazos—ella era más liviana ahora—y la llevó hacia el dormitorio. Había cerrado un capítulo. Su harén se había reducido, pero su legado, a través de las tres nietas que ahora llevaban su semilla a otros hombres, estaba asegurado. Y a su lado, siempre, estaría su primera y más perfecta creación: su hija, convertida en su mascota eterna. El círculo estaba completo, y Javier sonrió, satisfecho, en la oscuridad que se avecinaba. 


El Final feliz de un Patriarca 


El tiempo, como un río lento pero implacable, había fluido sobre el pueblo y sus secretos. Varios meses habían pasado desde las transacciones que redefinieron los destinos de las mujeres de la familia. La vida, en su extraña y retorcida manera, había encontrado una nueva normalidad. 


Una mañana soleada y tranquila, en la oficina del registro civil, un acto de perversión final se desarrollaba con la banalidad de un trámite rutinario. Javier Alonso, impecable en un traje azul marino, firmaba con mano firme los papeles que lo unirían en matrimonio civil a Marian López. Él, de sesenta y un años, ella de cuarenta y dos. Los nombres falsos sonaban huecos en el aire cargado de formalidad. Javier nunca la había reconocido legalmente como su hija, y ese vacío legal ahora le permitía este último acto de posesión suprema. Marian, vestida con un sencillo vestido blanco que contrastaba grotescamente con la naturaleza de su unión, firmó después que él. No lo hizo con tristeza o resignación, sino con una sonrisa serena de completa pertenencia. Para ella, no era un matrimonio; era la consagración pública de su papel como la compañera permanente de su amo y padre. Llevaba una correa fina de cuero alrededor del cuello, un regalo de él, su nueva "alianza". 


—Felicidades, señores —dijo el oficial del registro con una voz aburrida, estampando el sello con un golpe seco. 


—Gracias —respondió Javier, con una amplia sonrisa que ocultaba un universo de oscuridad. 


Afuera, en la pequeña plaza frente al registro, una reunión esperaba. No era una fiesta tradicional, sino una congregación de los nuevos núcleos que Javier había creado. 


Allí estaba Ramón, con su panza más prominente, y a su lado, Martina. Llevaba un vestido holgado que no podía ocultar completamente el abultamiento de su vientre. Estaba de cinco meses. Su fogosidad se había atenuado, transformada en una satisfacción profunda y un poco cansada. Su mano descansaba sobre su barriga con un gesto protector. 


—¿Viste, viejo? —le decía a Ramón con una sonrisa—. Tu hijo ya patea fuerte. Va a ser tan guerrero como vos. 


—O como vos, mi fogosita —respondió Ramón, orgulloso, pasando un brazo sobre sus hombros. 


Un poco más aparte, Esteban pulía con nerviosismo el bigote. Valeria, a su lado, radiaba una felicidad casi infantil. Su vestido floreado era ajustado, y su pequeña barriga de tres meses era evidente. Sus ojos claros brillaban con una admiración absoluta hacia Esteban. 


—Esteban, amor, ¿creés que le guste el nombre que elegimos? —preguntó, jugueteando con el collar de cuero que él le había regalado, similar al de Marian. 


—Le va a encantar, mi vida —contestó él, acariciándole la mejilla—. Todo lo que vos elijas es perfecto. 


Cerca de ellos, con una aura de autoridad silenciosa, estaba el Juez Calderón. Eugenia, de pie a su lado, era la imagen de la elegancia sumisa. Vestía un traje sastre que la hacía ver mayor, pero su postura era de una devoción inquebrantable. Su vientre aún estaba plano, pero llevaba en la muñeca una pulsera de plata que el Juez le había dado como promesa para cuando llegara el primer hijo. Su mirada, serena y profunda, seguía cada movimiento de Javier con una lealtad que trascendía la distancia. 


Javier y Marian se acercaron al grupo. No hubo abrazos ni besos de felicitación. Solo asentimientos, miradas de reconocimiento y un respeto silencioso hacia el patriarca. 


—Se ve que todos mis consejos dieron fruto —dijo Javier, con una sonrisa paternal mientras observaba las barrigas de Martina y Valeria, y la pulsera de Eugenia—. El legado sigue. 


—Sí, abuelo —dijeron al unísono las tres nietas, con voces que eran un eco de su adoctrinamiento. 


—Gracias, Javier —agregó Ramón, con un apreton de mano—. Por la mejor yegua de la manada. 


—Es un encanto —coincidió Esteban, sonrojándose. 


El Juez asintió con la cabeza, una sonrisa discreta en sus labios. —Un acuerdo más que beneficioso. 


Javier los observó a todos, sintiendo una satisfacción profunda y lúgubre. Su experimento había sido un éxito rotundo. Había tomado a una familia de mujeres, las había quebrado, remodelado y redistribuido, y ahora no solo lo aceptaban, sino que eran felices. Habían internalizado la creencia de que la obediencia a un hombre fuerte, a su hombre, era el camino hacia la plenitud. La sumisión no era una carga; era la clave de su existencia, la fuente de su seguridad y de su alegría distorsionada. 


—La mujer —declaró Javier, como si estuviera dictando una sentencia— no fue hecha para mandar. Fue hecha para complementar. Para obedecer. Para dar placer y dar hijos. Y cuando entiende eso… es cuando es realmente feliz. ¿No es así? 


Las cuatro mujeres—Marian, Martina, Valeria y Eugenia—miraron a sus respectivos hombres y luego a Javier. Sus sonrisas fueron la respuesta más elocuente. No había duda en sus ojos, ni atisbo de la vida que alguna vez habían conocido. Solo había aceptación y una paz profunda, inquietante. 


—Sí, abuelo —dijeron las nietas. 


Marian ladró suavemente, frotándose contra la pierna de Javier, confirmando su acuerdo desde su lugar de mascota consentida. 


Javier sonrió, un hombre en la cúspide de su poder perverso. Había conseguido todo lo que quería: riqueza a través de las transacciones, un legado a través de los hijos por nacer, una compañera sumisa a su lado y la certeza de que su oscura filosofía reinaba en los hogares que había creado. 


—Vamos, esposa —dijo, tomando del brazo a Marian—. Es hora de ir a casa. 


Y así, el patriarca se retiró con su botín final, dejando atrás a su descendencia y yernos, un círculo cerrado de posesión y sumisión que se perpetuaría en el silencio cómplice del pueblo y en el vientre fértil de las mujeres que habían aprendido, para siempre, que su felicidad residía en obedecer. 


 


Fin. 

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