Javier observaba a su hija, Marian, ahora reducida a una mascota obediente que dormitaba a sus pies en el salón, con una satisfacción profunda y lúgubre. La transformación era completa, un testimonio de su poder para moldear voluntades y borrar identidades. Pero una pieza del rompecabezas familiar aún no encajaba perfectamente. Sus nietas, Valeria y Martina, seguían confinadas en sus habitaciones, atadas a sus camas, resistiendo en silencio o con rabia impotente. Era hora de ocuparse de ellas, de integrarlas plenamente en el nuevo orden que él estaba construyendo. Y decidió comenzar por la más prometedora: Valeria.
La joven de veinte años había mostrado, durante su violación inicial, una chispa de aquiescencia, una curiosidad malsana que Javier estaba ansioso por explotar. Se dirigió a su habitación y la encontró como la había dejado: desnuda, atada de muñecas y tobillos, sus ojos—tan parecidos a los de Clara y Eugenia—se abrieron de par en par con una mezcla de miedo y expectativa al verlo entrar.
—Hoy es un día especial para ti, Valeria —anunció él, desatando sus tobillos primero, luego sus muñecas—. Te has portado con suficiente docilidad como para ganarte un… paseo.
Valeria se frotó las muñecas, enrojecidas y adoloridas, pero no dijo nada. El miedo aún era predominante, pero también una extraña emoción ante la novedad, ante el simple hecho de salir de esa habitación.
—De pie —ordenó Javier.
Ella obedeció, temblorosa, sintiendo la alfombra bajo sus pies descalzos después de días de only el frío de las sábanas.
—Vamos. A bañarte. Hueles a cautiverio.
La llevó al baño, una habitación que parecía de otro mundo, brillante y llena de olores a limpio. Javier no salió. Se sentó en el borde de la bañera y la observó mientras ella, bajo su mirada implacable, se enjabonaba y enjuagaba. No era un acto de intimidad; era un acto de propiedad, de verificar que cada centímetro de su posesión estaba limpia y presentable. Valeria, avergonzada pero también extrañamente excitada por la intensidad de su atención, se lavó mecánicamente, sintiendo que su piel se erizaba bajo su escrutinio.
—Bien —dijo él finalmente, arrojándole una toalla—. Sécate. Tenemos cosas que hacer.
La llevó luego a la cocina. Allí, Eugenia, perfectamente entrenada, estaba already en su papel. Al verlos entrar, fingió un sobresalto, agachando la cabeza y cruzando los brazos sobre su pecho como para protegerse, una actuación convincente de otra prisionera avergonzada.
—Eugenia preparará los ingredientes —dijo Javier, señalando una serie de verduras y un trozo de carne sobre la mesada—. Pero tú, Valeria, cocinarás. Toda mujer debe saber cocinar para que su hombre esté feliz y satisfecho. ¿Estás de acuerdo?
Valeria, desnuda en medio de la cocina, con su hermana menor como espectadora silenciosa, miró los alimentos. La ordinariez de la situación—cocinar para su captor—chocaba con la normalidad forzada de la pregunta.
—Sí —respondió, su voz un poco temblorosa—. Supongo que sí.
—¿Supones? —preguntó Javier, alzando una ceja—. ¿O lo sabes?
—Lo sé —se apresuró a decir ella—. Es importante.
—Bien —asintió él, satisfecho—. Una buena comida puede calmar a una bestia… o excitarla —añadió con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Valeria comenzó a cortar las verduras, sus manos torpes al principio, luego ganando confianza. El acto de cocinar, tan doméstico y normal, era un ancla de realidad en el mar de locura en el que nadaba.
—Mi madre… Marian… siempre cocinaba muy bien —murmuró, casi sin pensar, mientras picaba una cebolla.
—Tu madre está aprendiendo su nuevo lugar —dijo Javier fríamente—. Como todas. —Hizo una pausa, observando sus manos trabajar—. Dijiste que creías que no había llegado el hombre adecuado para ti. ¿A qué te referías?
Valeria se ruborizó. Era una conversación que había tenido con amigas, no con el monstruo que había destruido su familia.
—Nada… solo que… los chicos de mi edad son inmaduros. No saben lo que quieren.
Javier se rio, un sonido seco.
—Los chicos no son hombres, Valeria. Un hombre sabe lo que quiere y lo toma. La mujer no elige a su hombre. El hombre elige a su hembra. La domestica, la cuida, la disfruta. Como yo te elegí a ti. A tu madre. A tu hermana. A tu abuela.
Valeria dejó de cortar. Sus palabras, retorcidas y paternalistas, resonaron en una parte de ella que siempre había desconfiado de los chicos de su edad, que había fantaseado en secreto con hombres mayores, seguros, dominantes. Miró a Javier, a sus sesenta años, con su pelo blanco impecable, su postura autoritaria, su confianza absoluta. Era repulsivo… pero también, horriblemente, encarnaba esa fantasía oscura.
—No… no lo entiendo del todo —admitió, evitando su mirada.
—No tienes que entenderlo —dijo él, acercándose y poniendo una mano en su hombro desnudo—. Solo tienes que aceptarlo. Como aceptas que el fuego quema y el agua moja. Yo soy tu hombre. Tu dueño. Y tú abuelo. Es natural que me pertenezcas.
Valeria sintió un escalofrío recorrer su columna. La lógica era perversa, pero en su estado de confusión y aislamiento, comenzaba a encontrar un horrible sentido. Asintió lentamente.
—Sí, abuelo.
Terminó de cocinar—un simple guiso—y lo sirvió en dos platos. Javier se sentó a la mesa. Ella permaneció de pie, desnuda, expectante.
—Siéntate —ordenó él—. Cenarás conmigo. Es tu recompensa por portarte bien.
Ella se sentó, la piel desnuda de sus muslos pegándose al frío de la silla de madera. Cenaron en silencio durante un rato, el sonido de los cubiertos siendo la única interrupción. Para Valeria, cada bocado era una extraña mezcla de humillación y una sensación de… normalidad distorsionada. Él la trataba con una calma posesiva que, comparada con el terror de los primeros días, era casi tranquilizadora.
Al finalizar, Javier dejó el tenedor y la miró fijamente.
—Valeria —dijo, su voz baja—. ¿Quieres que te haga el amor?
La pregunta flotó en el aire. No era una orden. Era una pregunta. Le daba, ilusoriamente, la opción. Valeria lo miró. Vio al hombre que la había violado, que tenía cautivas a su madre y hermana, que había destruido su mundo. Pero también vio al hombre que la había sacado de su habitación, que le había permitido bañarse, cocinar, sentarse a la mesa. Que la había elegido.
Casi sin pensarlo, impulsada por una combinación de miedo, condicionamiento, y esa chispa de atracción por lo prohibido que él había avivado, respondió:
—Sí, abuelo. Quiero que me hagas el amor.
Una sonrisa de genuino triunfo iluminó el rostro de Javier. Se levantó y la tomó de la mano, llevándola al salón, donde las cortinas ya estaban corridas. La recostó sobre la alfombra gruesa, frente a la chimenea apagada.
Esta vez, no hubo violencia. Javier fue lento, deliberado. Sus besos recorrieron su cuello, sus hombros, sus pechos pequeños pero sensibles, con una experiencia que hizo que Valeria se estremeciera de una manera completamente nueva. Sus manos no apretaron; acariciaron, exploraron, encontraron los puntos que la hacían arquearse y gemir.
—Eres tan receptiva —murmuró él contra su piel—. Estás hecha para esto. Para mí.
Valeria, perdida en la marejada de sensaciones, ya no luchó. Se entregó. Sus manos se aferraron a su espalda, sus caderas comenzaron a moverse al ritmo que él marcaba. El placer, que en su primera vez había sido una traición confusa, ahora era una ola clara y poderosa que la arrastraba. Gritó su nombre cuando llegó al clímax, un grito que era de rendición total y de un éxtasis que ya no pretendía negar.
Javier, satisfecho hasta la médula, la siguió poco después, poseyéndola con una intensidad que sellaba su conquista.
Después, yacían juntos en la alfombra, jadeando. Javier acariciaba su cabello.
—Te has portado muy bien, Valeria —dijo—. Me has hecho muy feliz esta noche.
Ella sonrió, una sonrisa débil pero genuina de aprobación. "Le he hecho feliz", pensó, y la idea la llenó de un calor extraño.
—¿Puedo… puedo quedarme aquí? —preguntó, osadamente—. No… no quiero volver a la habitación.
Javier la miró. Sabía que no podía ceder demasiado, demasiado pronto. El poder residía en el control.
—Todavía no, pequeña —dijo, con una supuesta pena—. Aún tienes que ganarte ese privilegio. Pero si sigues portándote así, tan dócil y tan dulce, pronto serás libre de moverte por la casa. Como Eugenia.
La promesa, aunque vaga, fue suficiente para Valeria. Asintió, dispuesta a hacer lo que fuera por obtener esa libertad.
Él la llevó de vuelta a su habitación. No la ató de tobillos esta vez, solo de una muñeca a la cabecera de la cama, una muestra de "confianza" que ella agradeció con una mirada de adoración sumisa.
—Duerme, Valeria —dijo Javier, cerrando la puerta—. Sueña con tu dueño.
Y ella lo hizo. Mientras se dormía, su mente no revivía el terror de los primeros días, sino el placer de su entrega y la promesa de una libertad futura ganada a través la obediencia. Javier había ganado otra batalla crucial. Valeria ya no era solo una prisionera; era una discípula en ciernes, ansiosa por complacer a su abuelo y dueño. La red de sumisión se extendía, más fuerte y enredada con cada día que pasaba.
El éxito con Valeria había sido dulce, pero para Javier, la verdadera conquista, la que prometía el mayor botín de satisfacción, residía en Martina. Entre las tres hermanas, ella era la fortaleza inexpugnable, la mente crítica, el espíritu que aún no se doblegaba. Su resistencia no era solo física; era intelectual, moral, una roca de indignación que había logrado resistir incluso en la oscuridad de su cautiverio. Romperla sería la prueba definitiva de su maestría. No bastaría con la manipulación gradual usada con Valeria o la domesticación forzada aplicada a Marian. Martina requería una estrategia diferente, una demostración de poder tan abrumadora que quebrantara los cimientos mismos de su resistencia.
Al día siguiente, después de un desayuno en el que Valeria, ya con privilegios de "libertad" vigilada, lo sirvió con una sonrisa tímida pero sumisa, Javier se dirigió a la habitación de Martina. La encontró como siempre: desnuda, atada, pero con la mirada ardiente de un halcón enjaulado, llena de un odio puro y concentrado.
—Buenos días, Martina —dijo él con una calma que parecía burlarse de su situación—. Hoy tendrás visitas.
Ella no respondió. Solo escupió en su dirección, un acto de desafío débil pero significativo.
Javier no se inmutó. Sonrió. —Veo que el espíritu guerrero sigue intacto. Eso cambiará pronto.
Salió y regresó minutos después con Eugenia, quien, siguiendo el guion, caminaba con la cabeza gacha y las muñecas atadas frente a ella, fingiendo una docilidad temerosa.
—Mira, Eugenia —dijo Javier, empujándola suavemente hacia la habitación—. Tu hermana mayor aún no entiende. Cree que esto es una maldad. ¿Por qué no le muestras lo equivocada que está?
Sin más preámbulos, Javier desató solo las muñecas de Eugenia y la empujó sobre la cama, al lado de Martina. Luego, con una deliberación que era en sí misma una forma de tortura para la espectadora, comenzó a desvestirse.
—No… por favor… no aquí… —suplicó Eugenia, con una voz perfectamente modulada para sonar aterrorizada y avergonzada.
—Cállate y obedece —ordenó Javier, y se lanzó sobre ella.
Martina tuvo que presenciar, atada e impotente, cómo Javier le hacía el amor a su hermana menor en su propia cama. Pero no fue la violencia lo que la perturbó más profundamente; fue la respuesta de Eugenia. Sus gemidos no sonaban a dolor o angustia. Sonaban a éxtasis genuino, a entrega ferviente. Entre jadeos y susurros, Eugenia murmuró cosas que helaron la sangre de Martina.
—Sí, abuelo… así… más duro… —gimió Eugenia, arqueándose contra él.
—Eres tan bueno conmigo… —susurró, en un momento de pausa, acariciando su rostro con una devoción que parecía real.
Martina no podía creer lo que veía y oía. "¿Está drogada? ¿Le ha lavado el cerebro? ¿Qué le pasa?", se preguntaba, una nausea horrible revolviéndole el estómago. Ver a su hermana, la que había prometido castidad hasta el matrimonio, disfrutar de la violación a manos de su propio abuelo, era una profanación que quebraba su comprensión de la realidad.
Cuando Javier terminó, separándose de Eugenia con un gruñido de satisfacción, se volvió hacia Martina. Eugenia, jadeando, se incorporó y miró a su hermana con una sonrisa beatífica y vacía.
—No entiendo por qué te resistes, Martina —dijo, con una sinceridad aterradora—. Abuelo es genial. Te hace sentir… completa.
Martina no pudo responder. Solo pudo mirarla con una mezcla de horror y lástima. Su hermana estaba perdida.
Fue entonces cuando la puerta de la habitación se abrió de par en par. Dos hombres estaban de pie en el umbral, observando la escena con sonrisas de anticipación lujuriosa. Javier los había invitado. Ramón, un hombre calvo y corpulento, con una barriga prominente y ojos pequeños y astutos que recorrían el cuerpo desnudo de Martina con avaricia. Y Esteban, más delgado, con un bigote gris bien recortado y unas manos largas y huesudas que se frotaban con expectación.
—Como lo prometido, amigos —dijo Javier, abriendo los brazos en un gesto de bienvenida—. Carne joven y rebelde que necesita… educación.
Martina sintió cómo el pánico, verdadero y absoluto, la inundaba por primera vez de manera completa. Hasta ahora, había sido solo Javier. Un monstruo, sí, pero uno solo. Esto era diferente. Esto era una manada.
—No… —logró gritar, tirando de sus ataduras con una fuerza desesperada—. ¡Salgan! ¡Ayuda!
Ramón se rio, un sonido gutural y grave. —Grita todo lo que quieras, nena. Aquí nadie te oye.
Esteban se acercó primero, sus dedos largos acariciando la piel de su muslo. —Muy bonita. Muy… firme.
Javier observaba, con los brazos cruzados, como un director de orquesta. —Recuerden, mucha intensidad. Hay que romperla rápido.
Lo que siguió fue una sucesión de actos que borraron cualquier noción de individualidad o dignidad para Martina. Ramón fue primero, brutal y directo, sus embestidas pesadas y dolorosas la sacudían contra el colchón. Luego Esteban, más lento pero más metódico, sus manos exploratorias encontraban sensaciones que ella no quería sentir. Y luego Javier de nuevo, reclamando lo que era suyo, poseyéndola con una furia posesiva que eclipsaba a los otros dos.
Martina luchó. Gritó. Maldijo. Lloró. Pero tres pares de manos, tres cuerpos, tres voluntades unidas en el propósito de quebrantarla, eran demasiado. La sobreestimulación fue brutal. El dolor, la humillación, la falta de aire, la sensación de estar siendo devorada viva… fue demasiado para su psique.
Algo se quebró.
No fue un quebranto suave. Fue una ruptura violenta, como el cristal de una ventana golpeado por una roca. De repente, la lucha cesó. Su cuerpo, exhausto y traumatizado, simplemente… se rindió. Y en el vacío dejado por la resistencia, algo más emergió. Una oleada de sensaciones crudas, primarias, que ya no podían ser filtradas por el miedo o el asco. La fricción constante, la estimulación forzada de zonas sensibles, la adrenalina pura… comenzó a transmutarse en algo diferente.
Un gemido escapó de sus labios. No fue un gemido de dolor. Fue un sonido ronco, gutural, de pura sensación física.
Ramón, que estaba sobre ella en ese momento, lo sintió y se rio. —¡Ja! Ahí está. La putita quiere más.
—¿Sí, nena? —preguntó Esteban, acariciándole el rostro con una burla—. ¿Te está gustando?
Martina no podía responder con palabras. Su mente era un torbellino blanco. Pero su cuerpo sí respondió. Sus caderas, que yacían inertes, hicieron un movimiento involuntario hacia arriba, buscando más presión.
—¡Mira eso! —exclamó Javier, con una sonrisa de triunfo absoluto—. La estudiante aplicada al final aprende la lección.
La vergüenza por su propia reacción debería haberla inundado, pero fue barrida por una ola de puro placer físico, intenso y distorsionado. El orgasmo que la alcanzó entonces no fue como ningún otro que hubiera experimentado o imaginado. Fue convulsivo, violento, un estallido de luz blanca que borró todo pensamiento, todo recuerdo, todo excepto la sensación cruda de liberación física. Gritó, un grito largo y desgarrador que ya no era de angustia, sino de entrega absoluta a la sensación.
—¡Sí! ¡Más! ¡Por favor, más! —oyó gritar, y tardó un segundo en darse cuenta de que era su propia voz, ronca y quebrada.
Los hombres, excitados por su rendición final, redoblaron sus esfuerzos. La posesión se volvió una orgía de sudor, gemidos y gruñidos. Martina ya no era una víctima; era un participante, un instrumento que resonaba con cada nota que ellos tocaban.
—¡Dime quién eres! —le exigió Javier, agarrándola del cabello.
—¡Su puta! —gritó ella, sin pensarlo, las palabras saliendo desde un lugar profundo y recién descubierto—. ¡Soy la puta de ustedes!
—¿De quién? —rugió Ramón.
—¡Tuya! ¡Tuya! ¡De todos! —gimió, perdida en un mar de sensaciones que anulaban cualquier rastro de la mujer que había sido.
Cuando finalmente terminaron, dejándola exhausta, temblorosa y empapada en sudor y fluidos, Martina yacía en el centro de la cama destrozada, jadeando. Ya no miraba al techo con odio. Sus ojos estaban vidriosos, perdidos, la mirada de alguien que ha cruzado un umbral del que no hay regreso.
Javier se vistió con calma, señalando a sus amigos que podían irse. Ellos salieron, comentando entre risas la "calidad" de la nueva recluta.
Él se acercó a la cama y desató las ataduras de Martina. Ella ni siquiera intentó moverse.
—Bienvenida a la familia, Martina —dijo él, acariciándole la mejilla con una posesividad que ahora ella no rechazaba—. Finalmente entendiste tu lugar.
Ella no respondió. Solo cerró los ojos, sintiendo cómo los ecos del placer forzado aún reverberaban en cada nervio, sellando su derrota y su nueva y terrible verdad. La rebelde había sido quebrada. Y en su lugar, solo quedaba un vacío listo para ser llenado con la oscura devoción que su abuelo exigía. Eugenia, desde un rincón, observaba con una sonrisa de satisfacción silenciosa. Su hermana mayor, al fin, las entendía.
Continuara...

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