El aire en la oficina del decano olía a colonia barata, a papel envejecido y a sexo. Oxana yacía desnuda sobre el escritorio, sus piernas abiertas en un ángulo obsceno, sus muslos temblorosos todavía brillantes por el sudor y los fluidos acumulados. El decano, con su cuerpo flaco y arrugado, se movía entre sus piernas con una energía sorprendente para un hombre de su edad, cada embestida haciendo que el pesado escritorio de roble chirriara bajo su peso combinado.
"Más fuerte... por favor, más fuerte."
La mente de Oxana ya no luchaba contra estos pensamientos. Donde antes había vergüenza, ahora solo había un hambre voraz, una necesidad que quemaba sus entrañas y nublaba cualquier otro instinto. Hacía cuatro meses que casi perdía la beca, cuatro meses desde que el decano le había ofrecido ese "acuerdo especial". Dos meses atrás, sus notas habían mejorado lo suficiente como para asegurar su permanencia, pero para entonces ya era demasiado tarde. Su cuerpo ya no le pertenecía.
—Qué buena niña eres —jadeó el decano, sus manos huesudas agarrando sus caderas con fuerza, dejando marcas rojas sobre su piel pálida—. La mejor de todas mis chicas especiales.
Oxana arqueó la espalda, un gemido gutural escapando de sus labios entreabiertos. Ya no era la estudiante tímida que lloraba ante la primera humillación. Ahora movía sus caderas al compás de las embestidas del decano, buscando el ángulo perfecto que le permitiera sentir cada centímetro de su miembro dentro de sí.
"Dios, cómo necesito esto."
El sistema era más elaborado de lo que imaginó al principio. Con el tiempo, Oxana descubrió que el decano tenía varias "chicas especiales" en la universidad. Todas becadas, todas con algún momento de debilidad académica. Él les ofrecía la misma "oportunidad": su cuerpo a cambio de tiempo para mejorar sus notas. Los profesores, el personal administrativo, incluso algunos estudiantes privilegiados pagaban por tener acceso a ellas. El dinero, modesto pero constante, ayudaba a financiar pequeños "extras" para la universidad... y los placeres privados del decano.
—Voy a terminar —anunció el decano, su voz quebrada por el esfuerzo—. Abre esa boquita, mi putita estudiosa.
Oxana obedeció al instante, girando sobre el escritorio con la agilidad de quien ha repetido este ritual docenas de veces. Sus labios, hinchados por el uso constante, se cerraron alrededor del miembro del decano justo cuando éste alcanzaba el clímax. El sabor amargo llenó su boca, pero ya no le provocaba arcadas. Lo tragó con devoción, limpiando cada gota con su lengua antes de retroceder.
—Perfecta —suspiró el decano, acariciando su mejilla con un afecto casi paternal que habría sido perturbador para la Oxana de meses atrás—. Ahora vete a clase, no quiero que descuides tus estudios.
Oxana asintió, vistiéndose con movimientos rápidos y eficientes. Su ropa—una falda ajustada, blusa blanca semitransparente sin sostén—había sido elegida para facilitar estos encuentros. Al salir de la oficina, se ajustó el escote y se pasó los dedos por el pelo, asegurándose de parecer presentable.
El campus brillaba bajo el sol del mediodía, los estudiantes pasaban apresurados entre clases, ajenos al infierno—o paraíso—en el que Oxana vivía. Caminó con paso ligero, sintiendo todavía el roce áspero de su ropa interior contra su piel sensible. Cada movimiento le recordaba lo que acababa de ocurrir, avivando el fuego que nunca parecía apagarse del todo.
Fue entonces cuando los escuchó.
Los gemidos.
Familiarizados ahora, le hicieron volver la cabeza hacia un pasillo lateral. Allí, contra la pared, Milton empujaba con frenesí contra una chica más joven, de pelo corto y cuerpo menudo. La nueva "becada especial", sin duda. La expresión en el rostro de Milton era de puro triunfo—el mismo que había tenido cuando usó a Oxana por primera vez.
—¡Sí, perrita! —gritaba Milton, sus manos agarrando con fuerza las muñecas de la chica, inmovilizándola contra el muro—. ¡Así es como les gusta a las zorras como tú!
La chica lloraba, pero ya no se resistía. Oxana reconoció esa resignación. Era la misma que ella había sentido meses atrás, antes de que la necesidad se convirtiera en adicción.
"Pobrecilla... al menos a ella le queda el consuelo de que eventualmente dejará de doler."
Oxana sonrió, un gesto pequeño y privado, mientras continuaba su camino. Sabía que pronto, muy pronto, esa chica descubriría la verdad que a ella le había tomado meses aceptar:
En el fondo, en algún lugar secreto del alma, a todas les terminaba gustando.
Y cuando eso pasara, ya no habría vuelta atrás
El silencio de la biblioteca al mediodía era engañoso. Entre las estanterías polvorientas y los anaqueles de madera oscura, Oxana y el bibliotecario bailaban su danza particular, un ritual que se había perfeccionado a lo largo de meses de encuentros furtivos. Aunque el decano era quien había iniciado su descenso al placer, y Milton quien la había humillado con mayor crueldad, era el bibliotecario obeso—Rivas, con sus manos gruesas y su aliento a café barato—quien conocía mejor su cuerpo.
"Nadie me hace sentir así... nadie."
Oxana gemía entre dientes, sus uñas clavándose en la carne blanda del bibliotecario mientras él la empujaba contra una pila de libros antiguos. El título dorado de uno de ellos—Ética y Moral en las Instituciones Educativas—le rozaba la espalda desnuda, una ironía que en otro momento le habría provocado risa. Pero ahora sólo podía concentrarse en la sensación de Rivas dentro de ella, cada embestida calculada para rozar ese punto que la hacía ver estrellas.
—Te gusta, ¿eh? —jadeaba el bibliotecario, sus rollos de grasa temblando con el esfuerzo—. A todas las becadas les encanta al final.
Oxana no respondió con palabras. En lugar de eso, arqueó la espalda aún más, permitiendo que Rivas se hundiera más profundamente. El vestido que había usado para venir a la biblioteca—un modelo sencillo de algodón—estaba arrugado alrededor de su cintura, y sus medias de red ya tenían varias carreras por la urgencia con la que el bibliotecario se las había quitado.
—Sí... sí... —susurró ella, perdida en la sensación de ser rellenada, poseída, usada.
El bibliotecario no era un amante delicado. Sus movimientos eran bruscos, sus manos dejaban moretones, y su olor—una mezcla de sudor viejo y papel enmohecido—se pegaba a la piel de Oxana durante horas después. Pero tenía una habilidad innata para encontrar el ritmo perfecto, para llevar a Oxana al borde del abismo una y otra vez antes de dejarla caer.
—Mírame —ordenó Rivas, agarrando su mentón con fuerza—. Quiero ver esos ojos cuando te corras.
Oxana obedeció, abriendo los ojos—verdes como esmeraldas turbias—y permitiendo que el bibliotecario viera cómo la placer la consumía. No hubo necesidad de fingir. Su orgasmo fue violento, un tsunami de sensaciones que la hizo gritar contra la mano que Rivas puso sobre su boca para silenciarla.
—Buena chica —murmuró él, acelerando su ritmo ahora que ella estaba satisfecha—. Ahora me toca a mí.
Oxana sintió el momento en que Rivas llegó al clímax, cómo su cuerpo se tensaba y luego se derrumbaba sobre ella, sudoroso y pesado. En otro tiempo, el peso lo habría sofocado. Ahora sólo le provocaba una extraña comodidad.
Cuando el bibliotecario se separó, Oxana hizo algo que nunca había hecho con ninguno de sus "clientes": lo besó en la boca, un contacto breve pero intenso.
—No faltes —le susurró al oído, notando cómo el hombre se estremecía ante sus palabras.
—Estaré ahí —prometió Rivas, ajustándose los pantalones con manos temblorosas.
Oxana sonrió. Sabía que no faltaría. Ninguno de ellos lo haría.
"Veinte hombres. Veinte amantes. Un último festín."
El campito despejado era perfecto. Aislado pero no inaccesible, con pasto suficientemente alto para ocultar ciertas actividades pero no tanto como para ser incómodo. Oxana había elegido el lugar cuidadosamente, igual que había elegido su atuendo: un vestido negro suelto que simulaba inocencia pero se abría con facilidad, medias de red que podían rasgarse sin remordimientos, y su cabello castaño oscuro suelto, como una corona de pecado.
Se arrodilló en el centro del claro, las manos sobre los muslos, la cabeza ligeramente inclinada. No tuvo que esperar mucho.
Uno a uno, los veinte hombres llegaron. El decano, con su sonrisa de depredador satisfecho. Milton, aún con sus gafas grandes pero ahora con una confianza que antes no tenía. Don Emilio, oliendo a alcohol barato como siempre. Rivas, el bibliotecario, respirando con dificultad después de la caminata. Y los demás—profesores, conserjes, estudiantes privilegiados—todos con la misma expresión de hambre en los ojos.
Oxana los miró a cada uno, sintiendo el poder que tenía sobre ellos en ese momento.
—Gracias por venir —dijo, su voz dulce como la miel envenenada—. Hoy les pertenezco a todos.
Y entonces, con movimientos lentos y deliberados, comenzó a desabrochar su vestido.
"Que empiece el banquete."
El viento cálido del atardecer acariciaba la piel de Oxana mientras se arrodillaba en el centro del claro, rodeada por el círculo de hombres que durante meses habían moldeado su cuerpo y su alma. El pasto alto mecía suavemente alrededor de sus muslos desnudos, como si la naturaleza misma se preparara para lo que estaba por venir. Su vestido negro ya yacía abandonado a un lado, las medias de red rasgadas en varios lugares por dedos ansiosos.
"Ninguno faltó... vinieron todos por mí."
Esa idea la electrizó más que cualquier caricia. Veinte pares de ojos la devoraban, veinte respiraciones que se aceleraban al unísono. El decano, con su sonrisa de comisaria retorcida, fue el primero en acercarse.
—Qué bonito gesto el tuyo, Oxana —murmuró mientras sus dedos huesudos recorrían su hombro desnudo—. Reunirnos así, como la buena putita agradecida que eres.
Oxana inclinó la cabeza, pero no por sumisión sino por puro placer teatral. Sabía que ese movimiento hacía que su cabello cayera sobre un seno, dejando el otro al descubierto.
—Es nuestro último día —susurró, mirándolos a todos bajo sus pestañas—. No podía dejar que terminara sin... despedirme como se merecen.
El gruñido colectivo que recibió como respuesta hizo que un escalofrío le recorriera la columna. Milton fue el segundo en avanzar, sus gafas reflejando la luz dorada del ocaso.
—Te extrañaré, perra —dijo, agarrando su cabello con fuerza—. Nadie chupa como tú.
Oxana no tuvo tiempo de responder antes de que su boca fuera ocupada por el miembro de Milton. El sabor le era familiar ahora, como el de todos los presentes. Tragó con devoción, sus manos ocupándose simultáneamente del cinturón del decano.
"Dios, cómo necesito esto... necesito a todos."
El banquete comenzó en serio cuando Rivas, el bibliotecario, se arrodilló detrás de ella sin ceremonias. Sus manos gruesas le separaron las nalgas con brusquedad, pero Oxana apenas sintió dolor—su cuerpo estaba demasiado acostumbrado, demasiado entrenado.
—Te voy a extrañar más que nadie, mi putita académica —jadeó Rivas mientras la penetraba con un solo movimiento brutal.
Oxana gritó alrededor de la polla de Milton, el sonido amortiguado por la carne en su boca. La sensación de estar llena por ambos extremos era abrumadora, pero no tanto como el conocimiento de que aún faltaban dieciocho hombres por servirse.
Don Emilio fue el siguiente en reclamar su parte. Con un movimiento experto, colocó su miembro entre sus senos, empujándolos juntos con sus manos callosas.
—Aprieta, zorra —ordenó, y Oxana obedeció, moviéndose al ritmo de los empujones de Rivas por detrás.
El aire se llenó rápidamente de gemidos, gruñidos y el sonido húmedo de carne contra carne. Oxana perdía la cuenta de cuántas veces cambiaban de posición, de cuántas manos la tocaban simultáneamente, de cuántas bocas mordisqueaban su piel. En algún momento, el decano la montó como si fuera un animal, sus caderas huesudas golpeando contra las suyas con una energía que desmentía su edad.
—Eres mi mejor inversión —jadeó el decano, sus dedos clavándose en sus caderas—. Ninguna becada ha durado tanto... ninguna ha disfrutado tanto.
Oxana no pudo negarlo. Su cuerpo respondía a cada toque, a cada penetración, como un instrumento perfectamente afinado. Cuando el profesor de matemáticas—un hombre callado al que apenas conocía—la tomó por detrás mientras ella mamaba al conserje, alcanzó un orgasmo tan violento que vio estrellas.
"Más... necesito más..."
Las horas pasaron en un torbellino de sensaciones. El sol había desaparecido cuando el último de ellos—un estudiante de último año que siempre la había observado desde lejos—terminó sobre su rostro, marcándola como los demás habían hecho.
Oxana se dejó caer sobre la hierba, su cuerpo brillante de sudor y otros fluidos, dolorido pero satisfecho. Los hombres comenzaron a dispersarse, algunos murmurando cumplidos, otros simplemente ajustándose la ropa en silencio.
El decano fue el último en irse. Se inclinó para dejar un beso casi paternal en su frente.
—Hasta el próximo año, mi buena niña —dijo, y luego se perdió en la oscuridad.
Oxana permaneció tendida bajo las estrellas, sintiendo el frío de la noche sobre su piel sobreexcitada. Sabía que debería sentir vergüenza, asco, arrepentimiento. En lugar de eso, sólo sentía una profunda gratitud.
"Volveré el próximo año... y será aún mejor."
El viento secó sus lágrimas antes de que pudiera notar que estaban allí.
Fin.

Comentarios
Publicar un comentario