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La Sombra del Abuelo - Parte 2

 


El mundo de Eugenia se había reducido a la superficie áspera de la sábana bajo sus dedos, a la humedad fría de sus propias lágrimas secándose en las sienes y al peso aplastante de un cuerpo que ya no sentía como suyo. Aunque las ataduras habían sido deshechas, una parálisis química, pesada y viscosa, la mantenía clavada en el colchón. Podía parpadear, podía respirar con un jadeo leve y entrecortado, pero sus extremidades eran de plomo, sus músculos se negaban a obedecer las órdenes desesperadas que su cerebro les gritaba. "Levántate", "Huye", "Grita", pero todo quedaba en un murmullo interno, en un pánico encapsulado en una carne inerte. El olor a él, a sudor, a tabaco caro y a un perfume amaderado y viejo, impregnaba las almohadas, se le metía en la nariz, era la prueba olfativa de la violación. 


Sus ojos, vidriosos y desenfocados, recorrían el techo de madera de la cabaña, siguiendo las vetas de las vigas que parecían arañar el cielo raso. La luz de la luna, antes tenue, ahora se filtraba con más fuerza, iluminando el polvo que danzaba en el aire quieto. Era un polvo indiferente, ajeno al dolor que empapaba la habitación. Un sollozo se le escapó, un sonido ronco y quebrado que apenas perturbó el silencio. 


—Ya no soy virgen —murmuró, y su voz sonó extraña, pequeña y destrozada, como si le perteneciera a otra persona. La palabra "virgen" resonó en su cabeza con un eco agudo y doloroso. Ya no era una promesa, era una ausencia. Un espacio vacío y dolorido que antes estaba lleno de una idea, de un futuro, de algo puro que ella había elegido guardar. Ahora era solo un hecho físico, un antes y un después marcado por la violencia y la traición. "¿Por qué a mí?", pensó, y la pregunta no era un lamento, sino un grito mudo de incredulidad. "¿Qué hice? ¿Sonreírle? ¿Acceptar su vino? ¿Ser ingenua?" La culpa, venenosa e inmediata, comenzó a enredarse con el terror. 


Javier, ya vestido con impecable tranquilidad, ajustaba el reloj de pulsera en su muñeca. Su mirada fría se posó en ella, no con lástima o remordimiento, sino con la satisfacción de un coleccionista que acaba de adquirir un nuevo objeto. Sacó el celular una vez más. La luz de la pantalla iluminó su rostro maduro, endurecido por una vida de excesos y cinismo. 


—Hay que documentar la obra —dijo, y su voz era plana, profesional, como si estuviera catalogando un espécimen. 


Eugenia quiso encogerse, esconderse, pero sus músculos no respondían. Solo pudo cerrar los ojos con fuerza, apretando los párpados hasta ver estrellas, intentando negar la realidad. Sintió el frío del aire en sus ingles, luego el calor artificial de la linterna del teléfono iluminando su intimidad más expuesta. El clic de la cámara sonó como un disparo. Uno, dos, tres. Desde diferentes ángulos. Él se acercó, y con una frialdad obscena, usó dos dedos para separar sus labios mayores, capturando la hinchazón, los pequeños desgarros, la prueba cruenta de su violación. Otro clic. Este, más cercano, más intrusivo. 


—Definitivamente ya no eres virgen —afirmó con un tono de burla clínica, como si estuviera dictando un diagnóstico. Acto seguido, pellizcó con rudeza la piel de su bajo vientre, un pellizco posesivo y despreciativo que le dejó un marcado enrojecimiento. —Un cuerpo perfecto. Joven y firme. 


El dolor del pellizco fue agudo, tangible, un contraste grotesco con el adormecimiento general. Fue la chispa que encendió una rabia impotente. Por dentro, Eugenia gritaba, maldecía, escupía todo su odio. Quería arañarle los ojos, morderle las manos que la habían manoseado, golpearle ese rostro sereno y perverso hasta dejarlo irreconocible. Pero su cuerpo era una prisión. Solo un temblor incontrolable en su labio inferior delataba la tormenta que rugía en su interior. 


Javier guardó el teléfono en el bolsillo interno de su chaqueta, un gesto final y decisivo. La miró una última vez, con desprecio y propiedad. 


—Bueno, pequeña puta, me tengo que ir. Una cita con unos amigos. Negocios aburridos, ya sabes —dijo, abrochándose la chaqueta. —La puerta está abierta. Cuando recuperes el control de tus piernas, puedes irte. No hagas un desastre. 


Y con eso, salió de la habitación. Sus pasos resonaron en el suelo de madera, se alejaron, y luego se escuchó el chirrido de la puerta principal al abrirse y cerrarse. El silencio que dejó atrás era ahora absoluto, pesado y aterrador. 


Eugenia permaneció inmóvil, escuchando. El tic-tac de un reloj antiguo en otra habitación. El susurro del viento fuera. Su propio corazón, que latía con un ritmo acelerado y errático. "¿Me deja ir?", pensó, la incredulidad luchando contra la esperanza. "¿Así, después de... de todo? ¿No tiene miedo?" Su mente, nublada pero empezando a despejarse lentamente, trataba de procesar la lógica de su depredador. El video. Las fotos. Esa era la respuesta. Eran su escudo, su garantía de silencio. Él sabía que el miedo a la exposición, a la vergüenza, a que esas imágenes circularan, sería una cadena más fuerte que cualquier denuncia. La humillación sería pública, eterna, digital. Él no tenía miedo. Ella ahora tenía dos verdugos: el recuerdo de lo sucedido y la amenaza de su difusión. 


Minuto a minuto, como la marea subiendo, la sensación fue regresando a sus miembros. Primero un hormigueo doloroso en los dedos de los pies y las manos, luego un calor que disolvía lentamente el plomo de sus músculos. Fue un proceso agonizante, porque con la movilidad regresaba el dolor. Un dolor sordo y profundo entre sus piernas, un ardor en las muñecas por el forcejeo de las cuerdas, una molestia en los músculos de sus brazos y espalda por las posiciones forzadas. 


Con un esfuerzo sobrehumano, logró sentarse en el borde de la cama. La habitación giró a su alrededor. El simple acto de erguirse la dejó sin aliento y con náuseas. Miró a su alrededor. La habitación estaba impecable, excepto por el desorden de las sábanas donde ella había yacido. No había rastro de lucha, nada que delatara la violencia que había ocurrido allí. Parecía el escenario de un encuentro consensuado, y esa idea la horrorizó aún más. Se vistió con movimientos torpes y mecánicos, sintiendo que la tela del vestido rozaba su piel como un agravio. Cada prenda que se ponía era un esfuerzo, un recordatorio de que estaba reconstruyendo una normalidad que ya no existía. 


Al salir de la cabaña, la noche fría la abofeteó. Respiró hondo, pero el aire puro no lograba limpiar el olor a Javier que parecía pegado a su piel, a su cabello. El camino de regreso a su casa fue un sueño febril. Cada sombra le parecía una amenaza, cada ruido la hacía saltar. Sentía las miradas de las ventanas oscuras de las casas, como si todo el pueblo supiera lo que había pasado, como si la vergüenza ya fuera visible, un estigma luminoso sobre su frente. "Sucia", "Estúpida", "Culpable", los pensamientos se sucedían en un bucle cruel. Se tocó el vientre, donde aún sentía el ardor del pellizco, y una nueva oleada de náuseas la recorrió. 


Finalmente, la luz cálida de la ventana de su casa apareció en la distancia. Un faro de normalidad que ya no era suyo. Contuvo el aliento, secó sus lágrimas con el dorso de la mano y se obligó a respirar hondo. Tenía que atravesar la puerta. Tenía que ser Eugenia de antes, aunque esa Eugenia hubiera muerto en la cabaña. 


Al abrir la puerta, el calor familiar y el olor a comida la envolvieron. —¿Eugenia? ¿Eres tú, hija? —la voz de su madre, Marian, llegó desde la cocina. —Sí, mamá —logró responder, y se sorprendió de lo normal que sonaba su voz, un milagro de autocontrol. 


Al entrar en la sala, una sorpresa la esperaba. Sentada en el sofá, con una taza de té en las manos, estaba su abuela Clara, recién llegada de España, con su pelo blanco recogido en un moño y sus ojos llenos de la sabiduría y el cariño de sus setenta y cinco años. —¡Mi niña! —exclamó la abuela, con una amplia sonrisa que iluminó su rostro surcado de arrugas. —¡Abuela! —Eugenia forcejeó por devolver la sonrisa, sintiendo que los músculos de su cara se tensaban en una mueca grotesca. —No sabía que habías llegado. 


—¡Sorpresa! —dijo su madre, saliendo de la cocina y secándose las manos en un delantal. —Llegó esta tarde. Queríamos dártela. ¿Todo bien? Estás pálida. 


El corazón de Eugenia se aceleró. Sentía sus miradas, llenas de amor y preocupación, como interrogatorios. Cada partícula de su ser gritaba la verdad, pero su boca formó las palabras necesarias. —Sí, sí. Solo un poco de cansancio. Di un paseo largo por el río. Hace fresco. —Se acercó y dio un beso rápido en la mejilla de su abuela, evitando el contacto prolongado, temiendo que pudiera sentir la suciedad que la cubría. 


—Bueno, vete a descansar, mi amor —dijo Marian, acariciándole el brazo con naturalidad. El simple gesto maternal casi le hizo derrumbarse. —Sí, voy a acostarme un rato —murmuró Eugenia, y se dirigió hacia el pasillo que llevaba a su habitación. 


Cada paso era una eternidad. Sentía sus espaldas, sabía que ambas la miraban con cariño. Al llegar a su cuarto, cerró la puerta con un click suave y se apoyó contra la madera, como si pudiera bloquear el mundo exterior. La habitación era su santuario: posters de bandas, fotos con amigas, peluches de la infancia en la cama. Todo hablaba de una inocencia que ya no le pertenecía. 


La fachada se resquebrajó. Un temblor incontrolable la recorrió de pies a cabeza. Se llevó las manos a la boca para ahogar el llanto que amenazaba con estallar. Se deslizó por la puerta hasta quedar sentada en el suelo, abrazando sus rodillas contra el pecho. Y entonces, en el silencio de su habitación, con las voces amortiguadas de su madre y su abuela sonando como un eco de un mundo perdido, Eugenia lloró. Lloró por su virginidad robada, por su cuerpo violado, por la inocencia destrozada. Lloró en silencio, con un dolor tan profundo y desgarrador que parecía que nunca terminaría, ahogando sus sollozos en la tela de su vestido, completamente sola en medio de los escombros de su vida anterior. 


Mientras Eugenia se desmoronaba en el silencio ahogado de su habitación, ahogando sus sollozos en la tela de su vestido para que el sonido no traspasara la puerta y alertara a su madre y a su abuela, Javier Alonso se reclinaba en la silla de mimbre de una terraza junto al río, con una sonrisa de satisfacción lobuna estampada en su rostro. El contraste no podía ser más obsceno. La misma luna que iluminaba las lágrimas de ella, bañaba ahora la mesa donde él compartía botellas de cerveza fría con dos hombres de su misma edad, viejos cómplices de una vida de excesos y transgresiones. 


El lugar era un bar de vieja data, con mesas de madera gastada y el olor a pescado frito y tabaco fuerte impregnando el aire. Sus amigos, Ramón y Esteban, tenían las mismas caras curtidas por el tiempo y los malos hábitos, los mismos ojos brillantes y cínicos que habían visto demasiado y se habían conmovido por muy poco. 


—Y ahí estaba, temblando como una hoja, pero ya mojadita para mí —narró Javier, dando un trago largo a su cerveza antes de soltar una carcajada baja y gutural—. Una florita sin abrir, y yo, el jardinero afortunado. 


Ramón, un hombre calvo y corpulento con una cadena de oro reluciente sobre su camisa hawaiana, sacudió la cabeza con una mezcla de admiración y envidia. 


—Siempre igual, Alonso. Eres un maldito imán para estas putitas jóvenes. ¿Dónde las encuentras? Parece que huelen tu dinero y tu… experiencia —dijo, haciendo un gesto obsceno con las manos. 


Esteban, más delgado y con bigote, esbozó una sonrisa que dejaba ver dientes manchados de nicotina. 


—La historia de siempre. Les ofreces un poco de atención, un vino caro, y se derriten. Son todas iguales. Creen que buscas conversación, pero al final siempre terminan buscando otra cosa. ¿Verdad, Javi? 


Javier asintió, lleno de soberbia. La conversación degeneró en anécdotas sórdidas de otros tiempos, de otras mujeres, de conquistas forzadas y manipulaciones exitosas. Para ellos, era un deporte, una cacería donde el trofeo era la inocencia destrozada y la sumisión obtenida. No había remordimiento en sus voces, solo la jactancia de depredadores que nunca habían sido atrapados. Javier se sentía en la cima de su mundo, reforzado por la validación de sus pares. Eugenia no era una persona para ellos; era una anécdota, un botín, la prueba de que aún tenían poder. 


Más tarde, ya en la soledad de su cabaña, con el sabor amargo de la cerveza aún en la boca y el eco de las risas de sus amigos en los oídos, Javier sacó el teléfono. La pantalla iluminó su rostro, marcando las arrugas que el alcohol y los años habían tallado. Desbloquear el dispositivo de Eugenia había sido trivial; había tomado su mano inerte, había presionado su dedo índice contra el sensor y el mundo digital de la joven se había abierto para él como una ostra. No había buscado mucho: su número de teléfono, tal vez unas fotos íntimas que no encontró, confirmando su historia de virginidad. Ahora, con el número guardado en su propio teléfono, abrió la aplicación de mensajería. 


Su dedo, grueso y con venas marcadas, se cernió sobre la pantalla táctil. No era un mensaje de texto. Era un disparo directo a lo que quedaba de su seguridad. Seleccionó la foto más explícita, la más humillante, aquella close-up que mostraba su intimidad violada, hinchada y vulnerable. La attachó al mensaje. Luego, escribió con lentitud deliberada, saboreando cada palabra: 


Mañana. Mismo lugar del río. Al atardecer. No me hagas esperar. 


Y luego, la firma, el recordatorio de su nuevo estatus, de la dinámica que él había impuesto: 


Tu dueño. 


Pulsó enviar. La flecha azul voló hacia el teléfono de Eugenia, llevando consigo la imagen de su propia violación y una orden que no podía ignorar. 


En su habitación, Eugenia, exhausta de llorar, saltó como si hubiera recibido una descarga eléctrica al sentir la vibración del teléfono en su mesita de noche. El corazón le golpeó las costillas con fuerza. Con mano temblorosa, alcanzó el dispositivo. La luz de la pantalla le hizo entrecerrar los ojos. Y entonces lo vio. Su propia carne, expuesta y vulnerable, llenando la pantalla. Un grito se ahogó en su garganta. La náusea subió como una marea. "¿Cómo?... ¿Cómo tiene mi número?". La confusión fue instantánea, un velo de pánico. Pero luego, como un fogonazo, lo recordó. Su dedo en el sensor. Su cuerpo inerte mientras él manoseaba no solo su carne, sino también su vida digital. La violación había sido total, física y digital. El mensaje era claro: su privacidad, su autonomía, ya no existían. Él podía llegar a ella en cualquier momento, en cualquier lugar, con la prueba de su humillación. La amenaza del video, más grande, más compleja, se materializaba en esta imagen concreta, íntima y terrible. El miedo fue un puño de hielo que le cerró el estómago. No había opción. No había escape. "Tu dueño". Las palabras quemaban la retina. 


La mañana siguiente llegó con la luz cruda y despiadada del sol filtrándose por su ventana. Eugenia no había dormido. Se había pasado la noche en vela, mirando al techo, sintiendo cómo el miedo y la vergüenza se enredaban en sus entrañas. Cuando su madre la llamó para desayunar, forcejeó por componer una máscara de normalidad. Bajó, comió un poco bajo la mirada cariñosa de su abuela Clara, que comentó lo pálida que se veía. 


—No dormí bien, abuela. Tal vez salga a caminar un poco al río más tarde, el aire me hará bien —mintió, sintiendo que cada palabra era una losa sobre su conciencia. 


—Buena idea, cariño —dijo Marian, limpiando migas de la mesa—. Pero no te alejes mucho. 


Subió de nuevo a su habitación para "prepararse". El acto de vestirse para ir a verlo fue una tortura surrealista. Abrió su armario y su mirada se posó, no en su ropa habitual de verano, sino en un vestido. Uno sencillo, de algodón, con un estampado pequeño de flores azules. Era fresco, inocente, y se ajustaba suavemente a su cintura antes de flarearse levemente por encima de las rodillas. Se lo puso. La tela le rozó la piel, y por un momento sintió que se vestía para su propio funeral. Se cepilló el cabello con movimientos automáticos, dejándolo liso y brillante sobre sus hombros. No se maquilló. Su palidez y sus ojos ligeramente hinchados eran el único reflejo veraz de su interior. Se miró en el espejo. La joven que la devolvía la mirada parecía la misma de siempre, pero era un fantasma, una marioneta que se preparaba para actuar en un teatro macabro dirigido por Javier. 


El camino hacia el río fue una marcha lenta y pesada. Cada paso era una resistencia, cada latido de su corazón una campana de alarma. El sol calentaba su espalda, pero ella sentía un frío interno que nada podía disipar. Llegó al lugar exacto donde todo había comenzado. La orilla estaba desierta. El murmullo del agua, que antes le parecía tranquilizador, ahora sonaba como una burla. 


No tuvo que esperar mucho. Javier apareció poco después, caminando con esa seguridad inquietante. Vestía pantalones claros de lino y una camisa blanca abierta en el cuello. Parecía un turista adinerado, no un violador que acudía a una cita con su víctima. Sus ojos la escudriñaron de arriba abajo, y una sonrisa de aprobación cruel se dibujó en sus labios. 


—Me gusta el vestido. Te hace ver aún más joven —dijo, deteniéndose frente a ella. Su presencia era física, opresiva. 


Eugenia no dijo nada. Bajó la mirada, clavándola en la arena. 


—Mírame —ordenó él, y su voz no dejaba espacio para la discusión. 


Ella obedeció, levantando la vista. El miedo le nublaba la visión. 


—Sabes por qué estás aquí —continuó él, no como una pregunta, sino como una afirmación. Sacó el teléfono y lo sostuvo en su mano, sin encenderlo, pero su mera presencia era la espada de Damocles. —Ese video, esas fotos… podrían hacer un daño irreparable. A ti, a tu familia… a tu dulce abuela recién llegada. —La manipulación era descarada, calculada para alcanzarla donde más le dolía. —Pero si eres una chica buena, si obedeces, todo puede quedar entre nosotros. Un pequeño secreto nuestro. 


Eugenia sintió cómo las lágrimas volvían a presionar detrás de sus ojos, pero se las tragó. La amenaza era perfecta. La vergüenza sería insoportable. La decepción en los ojos de su madre y su abuela… sería peor que cualquier dolor físico. 


—¿Qué… qué quieres? —logró articular, con una voz que era apenas un susurro. 


Javier sonrió, satisfecho. Era más fácil de lo que había pensado. El miedo siempre era el mejor aliado. 


—Por ahora, algo simple —dijo, desabrochándose el cinturón y luego la bragueta de sus pantalones. —Quiero que me chupes. Aquí y ahora. 


Eugenia palideció. Un nuevo escalofrío de horror la recorrió. Miró hacia los lados, de forma instintiva, esperando, casi deseando, que apareciera alguien. 


—No… por favor… alguien puede vernos —suplicó, su voz quebrada por el pánico. 


—Ese es parte del gusto, putita —refunfuñó él, agarrando su nuca con una mano firme y guiándola hacia abajo—. Ahora, abre esa boquita y aprende. 


Ella resistió por un instante, un último y débil acto de rebelión, pero la presión en su nuca era implacable. Se arrodilló en la arena, sintiendo la humedad fría a través de la tela de su vestido. El olor a él, intenso y animal, le invadió las fosas nasales. Él le guio, le mostró con rudeza lo que quería. Ella era torpe, inexperta, asqueada. La textura, el sabor salado, la sensación de ahogo… todo era una violación nueva, otra capa de humillación añadida a la primera. Las lágrimas resbalaban silenciosamente por sus mejillas, mezclándose con su saliva. "Me odio", pensó, "Dios, cómo me odio por estar aquí, por hacer esto". Pero lo hacía. Obedecía. Y para su mayor horror, en medio del asco y el miedo, una parte de ella, una parte traidora y primal, comenzó a responder a la dominación, a la entrega forzada. Una sensación de calor, prohibido y vergonzoso, comenzó a crecer en su interior, alimentado por la sumisión misma. 


Javier gruñó, disfrutando de su torpeza, de su sumisión, de su miedo palpable. Le enseñó el ritmo, la presión, con instrucciones brutales y soeces. Finalmente, con un gemido ronco, llegó al clímax, derramándose en su boca. Eugenia tosió, atragantándose, sintiendo el sabor amargo y extraño, otra marca más de su posesión. 


Javier se separó, acomodándose la ropa con una calma obscena. Miró hacia abajo, donde ella seguía arrodillada, jadeando, con lágrimas y restos de su semen en su barbilla. 


—¿Te gusta la leche caliente, pequeña? —preguntó con burla sádica. 


Eugenia no contestó. No podía. Solo permaneció allí, temblando, sintiendo la arena fría bajo sus rodillas y el calor vergonzante en sus mejillas. Pero en lo más profundo de su mente, en un lugar oscuro y secreto que empezaba a abrirse bajo la presión del trauma y la manipulación, una respuesta surgió, clara y aterradora, una verdad que la horrorizó más que cualquier otra cosa que hubiera pasado esa mañana: 


"Sí. Me gustó." 


 


Continuara.... 

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