El amanecer llegó con una crueldad silenciosa, filtrándose entre las cortinas de la habitación de Oxana como un recordatorio de que la noche anterior no había sido una pesadilla. Cada movimiento le provocaba un dolor agudo, una quemazón interna que le recordaba las embestidas brutales del bibliotecario entre las sombras de la biblioteca. Pero más que el dolor físico, era la humillación lo que le corroía por dentro.
"Disfruté. Dios mío, disfruté."
Esa verdad la atormentaba. Podía mentirse a sí misma, decir que solo lo había soportado, pero su cuerpo había traicionado cada uno de sus principios. Los gemidos que habían escapado de sus labios, la forma en que sus músculos se habían tensado en placer… no había forma de negarlo. Se frotó los ojos con furia, como si pudiera borrar la memoria de sus propias reacciones.
—Basta —murmuró en voz alta, clavando las uñas en sus palmas—. Hoy empiezo a cambiar esto.
Con determinación, se levantó, ignorando el escozor entre sus piernas y la rigidez en sus músculos. Se duchó con agua casi hirviendo, frotándose la piel como si pudiera lavar la sensación de aquellas manos grasientas sobre ella. Se vistió con cuidado—un suéter holgado, jeans ajustados—, buscando algo que la hiciera sentir menos expuesta.
"Subiré mis notas. Estudiaré día y noche. Y entonces, estos viejos asquerosos jamás volverán a tocarme."
Pero el universo parecía decidido a recordarle su nueva realidad. Justo cuando recogía sus libros, el teléfono vibró. Un mensaje del decano.
—Antes de entrar a clases, ven a mi oficina. Hay que tomar la lechita.
Oxana apretó el puño con tanta fuerza que las uñas le marcaron medias lunas rojas en la palma.
"¿En serio? ¿Otra vez? ¿Ni siquiera un día de descanso?"
Pero sabía que no tenía opción. Si se negaba, la beca desaparecería. Respiró hondo, contando hasta diez, antes de responder con un simple:
—Voy.
El camino a la oficina del decano fue un viacrucis. Cada paso le recordaba lo que estaba a punto de hacer, lo que ya había hecho. Pero lo más perturbador era el calor que comenzaba a acumularse en su vientre, esa reacción traicionera de su cuerpo que ya parecía anticipar el placer mezclado con la vergüenza.
—Pasa —dijo el decano al verla en la puerta, como si ella estuviera allí por voluntad propia.
No hubo preámbulos. No eran necesarios. Él ya estaba sentado en su sillón, el cinturón desabrochado, la mirada hambrienta.
—Arrodíllate —ordenó, señalando el espacio entre sus piernas.
Oxana lo hizo, sintiendo cómo las lágrimas ardían detrás de sus párpados, pero sin dejarlas caer. No esta vez. No le daría ese gusto.
—Esa es mi buena niña —murmuró él mientras sus manos se enredaban en su cabello, guiándola hacia él.
El sabor era familiar ahora—salado, invasivo—, pero su boca ya sabía cómo moverse, cómo evitar que la ahogara. Cada succión, cada movimiento de lengua, era una humillación calculada, una prueba de que su cuerpo ya había aprendido a obedecer incluso cuando su mente se rebelaba.
El decano no tardó en terminar, y Oxana tragó con los ojos cerrados, conteniendo las arcadas.
—Puedes irte —dijo él, arreglándose como si nada hubiera pasado—. Pero estate atenta al teléfono.
Ella salió sin mirar atrás, limpiándose los labios con el dorso de la mano. Las clases eran su refugio, el único lugar donde podía fingir que todo era normal. Pero incluso allí, entre ecuaciones y teorías, su mente no podía concentrarse.
"¿Cuánto tiempo más podré soportar esto?"
Al mediodía, cuando creía que al menos tendría un respiro, otro mensaje llegó.
—Ve al estacionamiento.
Oxana sintió un escalofrío. El estacionamiento de la universidad estaba siempre semivacío a esa hora, un lugar perfecto para cosas que no debían ser vistas. Con pasos lentos, se dirigió allí, preguntándose qué nuevo horror la esperaba.
Pero lo que vio la dejó paralizada.
No era el decano. No era el bibliotecario.
Era Milton.
El chico flaco de anteojos grandes, el que siempre la miraba con ojos de cachorro lastimero, el que había intentado invitarla a salir una y otra vez, solo para ser rechazado con risas burlonas.
"No… ¿él también?"
Milton se acercó, pero no con la timidez de siempre. Había algo distinto en su mirada, una seguridad que Oxana nunca le había visto.
—Hola, Oxana —dijo, ajustándose los lentes—. El decano me dijo que por una hora… eres mi puta.
Oxana sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
"Esto no está pasando."
Pero Milton ya extendía una mano, tocándole la mejilla con una familiaridad que la hizo estremecer.
—Siempre quise hacerte mía —susurró—. Y ahora, finalmente, es mi turno.
Oxana no pudo moverse. No pudo protestar. Solo cerró los ojos, sabiendo que, por primera vez, la humillación sería aún peor.
Porque Milton no era un viejo repugnante.
Era alguien que ella había despreciado.
Y ahora, él tendría su revancha.
Oxana tenía la mejilla pegada contra la ventana del auto de Milton, el vidrio húmedo por su aliento entrecortado. Cada embestida torpe del chico de anteojos la sacudía contra el cristal, haciendo que su cuerpo se balanceara como un muñeco roto.
—Te hacías la difícil —jadeaba Milton, sus manos sudorosas agarrando sus caderas con más fuerza de la necesaria—, pero al final sos igual que todas.
Oxana cerró los ojos con fuerza, sintiendo cómo las lágrimas ardían bajo sus párpados. El dolor no era lo peor. Ni siquiera el olor a colonia barata que emanaba de Milton, mezclado con el sudor nervioso de su espalda. Lo peor eran sus palabras. Cada sílaba era un alfiler clavándose en su orgullo, recordándole lo bajo que había caído.
—El decano te usa como su trapo —continuó Milton, acelerando el ritmo con movimientos bruscos, casi espasmódicos—. ¿Te gusta eso? ¿Que toda la universidad sepa que sos su perra?
"Callate, por favor, callate…"
Pero Milton no callaba. Al contrario, parecía emborracharse con su propia crueldad, con el poder que por primera vez en su vida ejercía sobre alguien.
—Pensé que eras especial —murmuró, inclinándose para morderle el hombro—. Pero solo sos una zorra más.
Oxana sintió un gemido escaparse de sus labios, no de placer, sino de vergüenza. Porque a pesar de todo, su cuerpo reaccionaba. El roce de sus jeans aún subidos hasta los muslos, la presión de Milton dentro de ella, incluso la humillación misma… todo conspiraba para encender un fuego en su vientre que la horrorizaba.
—Ah, ¿te gusta? —se burló Milton, notando cómo su respiración se hacía más rápida—. Claro que sí. Las putas como vos solo viven para esto.
De pronto, Milton la giró bruscamente, levantándola como si pesara nada y sentándola sobre el capó del auto. El metal frío le quemó la piel desnuda, pero no tuvo tiempo de protestar. Él ya estaba entre sus piernas, abriéndolas con las rodillas, exponiéndola por completo bajo las luces amarillentas del estacionamiento.
—Así —gruñó—. Quiero verte bien.
Oxana intentó cubrirse, pero Milton le agarró las muñecas, clavándolas contra el capó.
—No, no —dijo con una sonrisa que a Oxana le resultó monstruosa—. Las perras no se tapan.
Y entonces volvió a empujar dentro de ella, esta vez con más fuerza. Oxana arqueó la espalda, un jadeo escapando de sus labios. El contraste era grotesco: el frío del metal contra su espalda, el calor de Milton dentro de ella, las palabras hirientes mezclándose con el sonido húmedo de sus cuerpos.
—Mirá lo que sos —jadeó Milton, señalando cómo su cuerpo la recibía—. Ni siquiera necesito esforzarme. Estás hecha para esto.
Oxana quería odiarlo. Quería odiar cada segundo, cada toque, cada susurro venenoso. Pero su cuerpo, traicionero, se acercaba peligrosamente al borde.
"No, por favor no… no delante de él…"
Pero Milton, como si lo hubiera leído en su mente, se detuvo bruscamente.
—Uh, me voy a venir —anunció, como si fuera una conversación casual—. No te preocupes, igual no es mi trabajo hacer acabar a las zorras.
Y con tres empujones finales, lo hizo. Oxana sintió el líquido caliente dentro de sí, y algo en ella se quebró. No solo por el acto en sí, sino porque en ese momento, mirando los ojos vidriosos de Milton detrás de esos anteojos que siempre le habían dado un aire de debilidad, entendió una verdad devastadora:
Para él, ella ya no era Oxana, la estudiante brillante.
Era solo una puta más.
Milton se apartó, arreglando sus pantalones con una satisfacción obscena.
—Gracias —dijo, ajustándose los lentes—. Siempre quise cogerme a la chica de mis sueños.
Y luego, sin siquiera mirarla, se dio vuelta y se fue, dejándola tirada sobre el capó del auto, las piernas aún abiertas, el cuerpo marcado por el uso.
Oxana no se movió de inmediato. No podía. Las lágrimas ahora corrían libremente por su rostro, pero ni siquiera tenía fuerzas para limpiarlas.
"¿En qué me convertí?"
Pero lo peor era que, en algún lugar profundo de su ser, una parte de ella ya sabía la respuesta.
El agua caliente caía sobre el cuerpo de Oxana en cascadas ardientes, pero ni siquiera el vapor podía limpiar la suciedad que sentía incrustada bajo su piel. Se había frotado hasta enrojecer la carne, como si pudiera borrar con jabón las huellas de Milton, del bibliotecario, del decano. Pero el verdadero tormento no estaba en su piel, sino en el hecho de que su cuerpo, traicionero, había respondido a cada violación con una humillante excitación.
"Nunca más. No volveré a dejar que esto pase."
Pero el universo parecía reírse de sus promesas.
El sonido de la puerta del vestuario abriéndose la hizo sobresaltarse. Pensó que estaría sola a esta hora, después de clases, pero los pasos pesados que resonaron en las baldosas mojadas le hicieron entender su error.
—Qué linda vista —roncó una voz áspera, cargada de años de tabaco y alcohol.
Oxana se volvió de golpe, cubriéndose instintivamente con las manos, aunque ya sabía que era inútil. Don Emilio, el conserje de la universidad, estaba allí, su figura encorvada y panzona recortándose contra la luz tenue del vestuario. Tenía 58 años, el pelo canoso y grasiento pegado al cráneo, y una sonrisa que mostraba dientes amarillentos y desiguales.
"No... no él también."
Pero Don Emilio no era un hombre que pedía permiso. Ya se estaba sacando la camisa mugrienta, dejando al descubierto un torso cubierto de vello gris y manchas de la edad.
—El decano me dijo que hoy te tocaba a mí —dijo, mientras sus dedos torpes desabrochaban el cinturón—. Al principio no lo creí, pero mirándote ahora... veo que es verdad.
Oxana quiso huir, pero sus piernas no respondieron. No era solo miedo. Era algo peor: resignación.
—Por favor —murmuró, pero su voz sonó tan débil que ni siquiera ella misma se convenció.
Don Emilio se rió, un sonido gutural que resonó en las paredes de azulejos.
—Las putas no dicen "por favor" —escupió, avanzando hacia ella—. Las putas abren las piernas y callan.
Oxana cerró los ojos cuando él la agarró de las caderas y la empujó contra la pared fría de la ducha. El contraste entre el agua caliente y los azulejos helados le erizó la piel.
—Así me gusta —gruñó Don Emilio, apretándola con sus manos callosas—. Quieta y obediente.
Ella sintió su aliento fétido en la nuca antes de sentir algo más: la punta de su miembro, ya erecto, rozando sus nalgas.
"Dios, no... no ahí otra vez."
Pero Don Emilio no era hombre de contemplaciones. Con un movimiento brusco, le separó las nalgas con una mano mientras con la otra guiaba su miembro hacia su ano, todavía dolorido por el encuentro con el bibliotecario.
—Relájate, putita —murmuró, escupiendo en su mano para lubricarse un poco—. Esto ya te debe ser familiar.
Oxana gritó cuando él entró de un solo empujón, sin preámbulos, sin cuidado. El dolor fue como una cuchillada, blanco y brillante, pero Don Emilio no se detuvo.
—Sí, grita —jadeó, comenzando a moverse con embestidas cortas y brutales—. Me encanta oír cómo lloran las zorras como tú.
Cada movimiento era una tortura. Oxana sentía cómo su cuerpo se desgarraba, cómo las lágrimas se mezclaban con el agua de la ducha. Pero lo peor era que, en medio del dolor, una parte de ella comenzaba a adaptarse, a aceptar la invasión.
—Mírate —se burló Don Emilio, agarrándola del pelo para forzarla a mirar hacia abajo, donde sus cuerpos se unían—. Naciste para esto. Para que hombres como yo te usen.
Oxana quiso negarlo, pero las palabras murieron en su garganta cuando él cambió el ángulo, rozando algo dentro de ella que hizo que un espasmo de placer se mezclara con el dolor.
—Ajá —rió él, notando su reacción—. Hasta la perrita más dolorida termina disfrutando.
Y entonces aceleró, sus caderas golpeando contra sus nalgas con un ritmo salvaje. El sonido de sus pieles mojadas chocando se mezclaba con los gemidos de él y los sollozos entrecortados de ella.
—Eres mía —rugió Don Emilio, clavándole las uñas en las caderas—. Del decano, del bibliotecario, de ese idiota de Milton... pero ahora, en este momento, eres solo mía.
Oxana no sabía cuánto tiempo pasó. Podrían haber sido minutos u horas. Solo sabía que, cuando Don Emilio finalmente se vino dentro de ella con un gruñido animal, ya no tenía lágrimas que derramar.
Él se apartó sin ceremonias, dejándola caer contra la pared de la ducha como un trapo usado.
—No te lavés —le ordenó, mientras se vestía con calma—. Quiero que recuerdes mi olor el resto del día.
Y luego se fue, dejando a Oxana tirada en el suelo de la ducha, el agua caliente convirtiéndose en fría, igual que su corazón.
El agua fría seguía cayendo sobre Oxana cuando el chirrido de la puerta del vestuario se abrió de nuevo, anunciando que su tormento estaba lejos de terminar. Sus manos temblorosas cerraron el grifo con un movimiento mecánico, pero el sonido de varias pisadas resonando en el suelo mojado le heló la sangre.
"No... no puede ser... ¿más?"
Al levantar la vista, vio las siluetas de tres hombres recortándose contra la luz fluorescente del vestuario. El guardia de seguridad, Ramón, con su uniforme ajustado sobre músculos endurecidos por años de trabajo; el profesor de matemáticas, el Dr. Ledesma, con su traje impecable y mirada fría detrás de los lentes de carey; y el señor Rinaldi, padre de su amiga Lucía, con su sonrisa de funcionario administrativo que ahora se tornaba obscena.
—Parece que llegamos justo a tiempo —dijo el profesor Ledesma, ajustándose los lentes mientras su mirada recorría el cuerpo desnudo y marcado de Oxana.
—Don Emilio nos avisó que la fiesta apenas comenzaba —agregó Ramón, desabrochando ya su cinturón con manos expertas.
Oxana quiso retroceder, pero su espalda chocó contra la pared fría de los azulejos. No había escape. No había clemencia. Solo el cruel entendimiento de que su cuerpo ya no le pertenecía.
—Por... favor... —su voz fue un hilillo de sonido, tan frágil que el señor Rinaldi se rió mientras desprendía la corbata.
—Mira esa carita de susto —comentó, acercándose—. Como si no supiera que las perras como ella nacieron para esto.
Ramón fue el primero en actuar. Con un movimiento brusco, agarró a Oxana por el pelo y la obligó a arrodillarse frente a él.
—Abran bien esa boquita —ordenó, mientras con la otra mano liberaba su miembro ya erecto—. Hoy aprendés a servir como Dios manda.
El sabor salado y amargo invadió su boca antes de que pudiera prepararse. Ramón no esperó a que se adaptara; comenzó a moverse con embestidas profundas que le hacían golpear la garganta, provocándole arcadas que solo parecían excitar más al guardia.
—¡Mira cómo traga! —exclamó el señor Rinaldi, observando con ojos brillantes mientras se acariciaba sobre el pantalón—. Parece una profesional.
Mientras Oxana intentaba no ahogarse, sintió otras manos en su cuerpo. El profesor Ledesma estaba detrás de ella, separándole las nalgas con dedos académicos que ahora se comportaban como los de un depredador.
—Aún está abierta del conserje —observó con tono clínico—. Perfecto, no perderemos tiempo.
El dolor fue instantáneo cuando Ledesma penetró su ano sin preámbulos. Oxana gritó alrededor del miembro de Ramón, lo que solo provocó que este se moviera con más fuerza.
—Así, grita más —jadeó Ramón, apretando su pelo con más fuerza—. Me encanta sentir cómo vibra esa garganta.
El señor Rinaldi, no queriendo quedarse fuera, se posicionó a un costado y comenzó a frotar su miembro entre los pechos de Oxana, manoseándolos con brutalidad.
—Siempre quise hacer esto desde que te vi en la fiesta de mi hija —confesó, embadurnando su piel con el líquido preseminal—. Lucía no sabe la suerte que tiene de tener una amiga tan... servicial.
"Dios mío... Lucía... su hija..."
La humillación de esa revelación hizo que Oxana sintiera un nuevo escalofrío de excitación mezclado con el asco. Su cuerpo, ya entrenado por abusos anteriores, comenzó a responder traicioneramente.
El profesor Ledesma lo notó.
—Miren esto —dijo con voz burlona mientras aceleraba sus embestidas anales—. La pequeña Oxana está goteando. ¿En serio te excita que el padre de tu amiga te use como juguete?
Ramón se apartó bruscamente de su boca, dejándola jadear.
—Quiero ver esa cara cuando te corras —gruñó, levantándola como un muñeco y colocándola boca arriba sobre el banco de madera del vestuario—. Todos vamos a mirar cómo la zorra universitaria pierde la dignidad.
Lo que siguió fue una danza brutal de cuerpos sudorosos. Ramón se colocó entre sus piernas, penetrándola vaginalmente con una fuerza que hacía crujir el banco. El profesor Ledesma reclamó su boca, obligándola a chuparlo con la misma intensidad con que corregía sus exámenes. Y el señor Rinaldi, no contento con observa, se montó sobre su rostro, frotando su miembro contra su nariz y boca mientras murmuraba obscenidades sobre su hija.
—Sí, huele lo que le hiciste a la amiga de Lucía —murmuraba Rinaldi, embadurnando su rostro con precum—. Mi niña inocente no sabe que su amiguita es una perra callejera.
Oxana sintió el primer orgasmo acercarse como una ola imparable. A pesar del dolor, a pesar de la humillación, su cuerpo traicionero se tensó y luego explotó en una serie de espasmos incontrolables que hicieron que Ramón gruñera de placer.
—¡Mierda, cómo aprieta esta puta! —exclamó, clavándola más fuerte contra el banco.
El profesor Ledesma fue el siguiente en correrse, llenando su boca con un líquido espeso que Oxana, en su estado de éxtasis forzado, tragó instintivamente.
—Buena chica —murmuró el profesor, acariciando su mejilla como si felicitara un examen perfecto—. Siempre supiste seguir instrucciones.
El señor Rinaldi fue el último. Con un grito ronco, descargó sobre su rostro y pechos, manchando su piel ya brillante de sudor con rayas blancas que contrastaban obscenamente con su palidez.
—Mira qué bonita te ves —susurró Rinaldi, frotando su semen sobre sus labios como un pintor con su obra—. Así es como deberías presentarte siempre, ¿no?
Oxana ya no podía responder. Yacía sobre el banco, jadeando, cubierta de los fluidos de los tres hombres, sus músculos todavía convulsionándose por los orgasmos consecutivos.
Ramón fue el primero en vestirse.
—Nos vemos mañana, perrita —dijo, dándole una palmada en la nalga que resonó en el vestuario vacío—. El decano dice que ahora eres de uso comunitario.
Uno por uno, los hombres se fueron, dejando a Oxana tirada como un trapo usado sobre el banco de madera. El silencio volvió al vestuario, roto solo por los sollozos entrecortados que finalmente escaparon de su garganta.
"Nunca podré escapar."
Y en ese momento, por primera vez, comenzó a preguntarse si realmente quería hacerlo.
Continuara...

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