El sol comenzaba a caer sobre el pueblo, tiñendo el cielo de tonos dorados y anaranjados que se reflejaban en las aguas tranquilas del río. Javier Alonso caminaba lentamente por la orilla, sintiendo la arena húmeda bajo sus zapatos de cuero gastado. Su pelo blanco, peinado con elegancia a pesar de los años, brillaba bajo los últimos rayos de luz. A sus sesenta años, aún mantenía una presencia imponente: alto, de espalda recta, con ojos oscuros que escondían un pasado lleno de secretos y sombras. Había regresado a ese lugar después de décadas, un sitio que guardaba recuerdos de juventud, de excesos y de una mujer que alguna vez había moldeado a su antojo.
Mientras caminaba, su mirada se detuvo en una figura solitaria más adelante. Una joven, apenas una muchacha, sumergida hasta las rodillas en el agua. Su silueta era esbelta, con curvas delicadas pero definidas, el bikini ajustado revelando una piel dorada por el sol. Su cabello largo, aún húmedo, caía sobre su espalda como una cascada oscura, y cuando se volvió ligeramente, Javier pudo ver su rostro: nariz recta, labios suaves y unos ojos claros que brillaban con la inocencia de quien aún no conocía los peligros del mundo.
"Parece mi puta de antaño..." murmuró para sí mismo, sintiendo un escalofrío recorrer su espina dorsal. La semejanza era inquietante. Hacía años, en su juventud, había tenido bajo su control a una chica sumisa, obediente, que aprendió a complacerlo en todo. Aquella mujer había sido su obra maestra, y ahora, frente a él, estaba alguien que podría ser su reflejo.
"¿Será igual de sumisa?" se preguntó, mientras una sonrisa casi imperceptible se dibujaba en sus labios.
No había nadie más alrededor, solo el murmullo del agua y el canto lejano de los pájaros. Con determinación, Javier ajustó el puño de su camisa y avanzó hacia ella, adoptando de inmediato la máscara del caballero refinado.
—Buenas tardes, señorita —dijo con una voz grave pero educada, inclinando ligeramente la cabeza—. Disculpe la intrusión, pero no pude evitar notar que disfruta de este lugar tanto como yo.
Eugenia lo miró con sorpresa, pero al ver a un hombre mayor, bien vestido y de modales impecables, no sintió alarma.
—Oh, hola —respondió con una sonrisa fresca—. Sí, es un sitio muy lindo. Vengo aquí seguido a relajarme.
—Un gusto, Javier Alonso —dijo él, extendiendo una mano firme—. Estoy de visita, hace años que no venía por aquí.
—Eugenia —respondió ella, estrechando su mano con naturalidad—. ¿De dónde viene, señor Alonso?
—De la ciudad, pero este pueblo siempre tuvo un encanto especial para mí —contestó, dejando caer las palabras con calma—. De hecho, traje conmigo una botella de un excelente vino tinto. Si no es mucha molestia, me encantaría compartirla con alguien que aprecie estos atardeceres tanto como yo.
Eugenia dudó por un instante, pero el ambiente era tranquilo, y el hombre parecía inofensivo. Además, en el pueblo no había mucho entretenimiento, y una charla amena no le haría daño.
—Suena bien —aceptó, acomodándose sobre una roca plana cerca del agua.
Javier sacó la botella y dos copas de cristal que llevaba en un pequeño estuche. Su sonrisa era cálida, pero detrás de esos ojos oscuros, la mente calculaba cada movimiento, cada palabra.
—Un Brunello di Montalcino —explicó mientras servía el vino—. De esos que dejan un recuerdo duradero.
Eugenia tomó un sorbo, sintiendo el sabor intenso en su paladar.
—Es delicioso —admitió, relajándose un poco más—. No suelo beber cosas tan finas.
—Todos deberíamos darnos pequeños lujos de vez en cuando —respondió Javier, observando cómo el vino teñía levemente sus labios—. La vida es demasiado corta para privarse de los placeres.
Ella rio suavemente, sin sospechar las intenciones ocultas tras esas palabras.
—Usted habla como un poeta, señor Alonso.
—Solo soy un hombre que ha vivido lo suficiente para apreciar las cosas bellas —murmuró, dejando que su mirada recorriera su cuerpo por un instante antes de volver a sus ojos—. Y usted, Eugenia, es sin duda una de ellas.
Ella sonrojó levemente, atribuyendo el comentario a la cortesía de un anciano. Pero Javier sabía que el juego apenas comenzaba. El vino, la soledad del lugar, la inocencia de ella… Todo estaba alineándose a su favor.
Mientras la conversación fluía, Eugenia se sentía cada vez más cómoda, ajena al hecho de que, poco a poco, estaba bajando la guardia. Y Javier, paciente como un depredador, esperaba el momento perfecto para dar el siguiente paso.
La brisa del río se había vuelto más fresca, acariciando la piel de Eugenia mientras el sol terminaba de ocultarse tras las colinas. La conversación con Javier fluía con una naturalidad que la hacía sentir cómoda, casi segura, como si aquel hombre mayor fuera una figura paternal más que una amenaza. Reían juntos, compartiendo historias triviales, aunque él siempre mantenía ese aire de misterio, dejando caer frases que podían interpretarse de mil maneras.
Fue entonces cuando la mirada de Javier se posó en el anillo que adornaba el dedo anular de Eugenia. Un detalle pequeño, casi insignificante, pero que despertó su curiosidad.
—¿Casada? —preguntó con un tono que pretendía ser casual, aunque sus ojos brillaban con un interés más profundo.
Eugenia se rio, girando el anillo con sus dedos.
—No, solo es un anillo de promesa. Una tontería que me compré porque me gustó. La gente a veces asume cosas —respondió, sin darle mayor importancia.
Javier asintió, fingiendo comprensión, pero su mente ya trabajaba en otra dirección.
—Ah, la juventud —murmuró, llevando la copa a sus labios—. Tantas cosas por experimentar. ¿O acaso piensas llegar virgen hasta el matrimonio?
Eugenia bajó la mirada por un instante, un rubor leve tiñendo sus mejillas.
—Sí —admitió con voz casi tímida—. Es algo que quiero guardar para alguien especial.
"Perfecto", pensó Javier. La pureza era un valor que él disfrutaba corromper.
Mientras ella hablaba de sus ideales, de su vida tranquila en el pueblo, él actuó con la precisión de quien había realizado este juego antes. Con un movimiento discreto, añadió un chorro generoso de licor fuerte a su copa, seguido de una pastilla que se disolvió en segundos.
—Debes probar esto —le dijo, ofreciéndole la copa con una sonrisa paternal—. Un vino especial, reservado solo para ocasiones únicas.
Eugenia, confiada, tomó un sorbo. El sabor era más intenso de lo que esperaba, pero atribuyó el ardor en su garganta a la calidad del licor.
—Es fuerte —comentó, tosiendo levemente.
—Los mejores placeres siempre lo son —respondió Javier, observando cómo sus pupilas comenzaban a dilatarse.
Los minutos pasaron, y Eugenia empezó a sentirse extraña. Una pesadez invadió sus extremidades, y el mundo pareció inclinarse a su alrededor.
—No me siento bien… —murmuró, llevándose una mano a la frente.
Javier no perdió tiempo. Se acercó rápidamente, rodeándola con sus brazos como si intentara sostenerla.
—Tranquila, pequeña —susurró contra su oído—. Estás a salvo conmigo.
Sus manos, que aparentaban ser un apoyo, comenzaron a explorar. Los dedos se deslizaron por su espalda, luego hacia los costados, rozando los laterales de sus pechos con una intención que ya no podía ocultarse. Eugenia intentó protestar, pero las palabras le llegaban entrecortadas, como si su boca ya no le perteneciera.
—¿Qué… qué me pasa? —logró articular, mientras el pánico empezaba a nacer en su mirada.
Javier no respondió. En lugar de eso, inclinó su rostro hacia el de ella y la besó con una intensidad que no dejaba espacio a la resistencia. Sus labios, duros y exigentes, se apoderaron de los suyos mientras una de sus manos se hundía en su cabello para mantenerla en su lugar.
Cuando por fin se separó, Eugenia jadeaba, confundida y cada vez más vulnerable.
—Estás destinada a ser mía —declaró, como si fuera un hecho incuestionable.
Antes de que pudiera reaccionar, Javier la levantó con facilidad, como si fuera poco más que una muñeca. La cargó en brazos, sintiendo el calor de su cuerpo contra el suyo, y comenzó a caminar alejándose del río.
—No… por favor… —musitó ella, pero su voz era apenas un hilo, ahogada por la sustancia que circulaba en su sangre.
El pueblo estaba desierto, las calles silenciosas. Nadie los vio mientras Javier avanzaba con determinación hacia la cabaña donde se hospedaba. Un refugio apartado, rodeado de árboles, donde los sonidos se perdían entre las ramas y ningún vecino preguntaría por gritos que nunca escucharían.
La puerta se cerró tras ellos con un golpe sordo. Dentro, solo quedaba el sonido de la respiración agitada de Eugenia y los pasos firmes de Javier mientras la llevaba hacia el dormitorio.
"Finalmente", pensó, mientras la oscuridad se cerraba alrededor de la joven, "volveré a tener lo que es mío".
La cabaña olía a madera envejecida y a humedad, con un leve rastro de tabaco y alcohol que impregnaba las paredes. Las cortinas pesadas estaban corridas, dejando apenas entrar unos hilos de luz de luna que se filtraban por las rendijas, iluminando tenuemente la escena. Eugenia yacía sobre la cama, sus brazos extendidos por encima de su cabeza mientras Javier, con movimientos metódicos, ajustaba las ataduras alrededor de sus muñecas. La droga aún nublaba su mente, pero el instinto de supervivencia luchaba contra la niebla química que intentaba sumergirla en la pasividad.
—No… por favor… —murmuró, tirando de las cuerdas con una fuerza debilitada. Sus dedos se enroscaban en el material, tratando infructuosamente de soltarse.
Javier no respondió de inmediato. En cambio, se detuvo un momento para admirarla, como un artista contemplando su obra antes de dar el último trazo. Sus ojos recorrieron cada curva de su cuerpo, cada temblor involuntario de su piel.
"Es el primer hombre que me ve así", pensó Eugenia, sintiendo una mezcla de vergüenza y terror al comprender que estaba completamente expuesta ante él. El bikini, ahora arrojado al suelo, había sido retirado con una facilidad insultante, como si su resistencia no hubiera existido.
—No llores, pequeña —dijo Javier, acariciando su mejilla con el dorso de los dedos—. Esto es algo hermoso. Algo que recordarás por el resto de tu vida.
Ella apretó los ojos, negándose a mirarlo, pero él no permitiría que se escondiera. Con un movimiento brusco, le agarró la barbilla, obligándola a mantener la mirada en él.
—Mírame —ordenó, su voz baja pero cargada de autoridad—. Quiero que veas quién te está haciendo mujer.
Eugenia tragó saliva, sintiendo cómo las lágrimas calientes resbalaban por sus sienes. Intentó decir algo, pero las palabras se ahogaron en su garganta cuando Javier sacó su teléfono y lo colocó estratégicamente sobre una mesa cercana, apuntando directamente hacia la cama.
—La primera vez de una jovencita tiene que ser guardada por la eternidad —declaró, activando la grabación con un clic siniestro—. Así nunca olvidarás a quien te pertenece.
El sonido del dispositivo capturando cada segundo la hizo estremecer. "Dios mío, esto no puede estar pasando", pensó, pero el pánico se mezclaba con una confusión aún más aterradora: su cuerpo, traicionero, comenzaba a reaccionar al tacto de sus manos.
Javier no tenía prisa. Sus dedos exploraron su piel con una lentitud deliberada, como si estuviera memorizando cada centímetro. Comenzó por su cuello, bajando hacia sus clavículas, luego hacia los pechos, donde se detuvo para rodear sus pezones con movimientos circulares que los hicieron endurecerse contra su voluntad.
—Por… favor… —jadeó Eugenia, arqueándose levemente, aunque no estaba segura de si era para alejarse o para presionarse contra su contacto.
—Shhh —susurró él, inclinándose para pasar la lengua por uno de sus pezones—. Solo déjate llevar.
Ella gimió, una mezcla de protesta y placer escapando de sus labios. Su mente gritaba que esto estaba mal, que debía luchar, pero su cuerpo, intoxicado y confundido, respondía a cada caricia.
Javier continuó descendiendo, besando su abdomen, luego sus caderas, hasta llegar al lugar donde ella nunca había sido tocada. Eugenia tensó las piernas instintivamente, pero él las separó con firmeza.
—No —suplicó, sintiendo el aliento de él tan cerca—. No ahí…
Ignorando sus súplicas, Javier pasó la lengua por su sexo con un movimiento largo y deliberado. Eugenia gritó, sus caderas sacudiéndose involuntariamente.
—¡Para! —lloriqueó, pero incluso en su voz podía escucharse el conflicto.
Él no detuvo su avance. Sus dedos se unieron a su boca, abriéndola con suavidad antes de introducir uno dentro. Eugenia gimió, sintiendo cómo la penetración inicial la estiraba de una manera desconocida.
—Ah… no… —musitó, pero su cuerpo comenzó a responder, humedeciéndose a pesar de su terror.
Javier sonrió, satisfecho.
—Mírate —murmuró—. Ya estás lista para mí.
Retiró sus dedos y se colocó entre sus piernas. Eugenia sintió la punta de su miembro presionando contra su entrada, y su respiración se aceleró.
—No… por favor… no quiero… —balbuceó, pero sus palabras se convirtieron en un grito ahogado cuando Javier empujó hacia adentro, rompiendo su himen con un movimiento firme pero controlado.
El dolor fue agudo, punzante, pero fugaz. Eugenia jadeó, sintiendo cómo su cuerpo se adaptaba a una presencia que nunca antes había conocido.
—Eres tan estrecha… —gruñó Javier, deteniéndose para permitir que se acostumbrara—. Perfecta.
Comenzó a moverse entonces, con empujones lentos al principio, pero que gradualmente se volvieron más profundos, más insistentes. Eugenia intentó resistir, pero cada embestida enviaba oleadas de sensaciones contradictorias a través de su cuerpo. El dolor se mezclaba con un placer que no quería admitir, y pronto sus gemidos ya no eran solo de protesta.
—No… debería… sentir esto… —logró decir entre jadeos, pero sus caderas comenzaron a moverse en sincronía con las de él, como si algo primitivo dentro de ella hubiera tomado el control.
Javier lo notó y rio bajito, satisfecho.
—Claro que deberías —murmuró contra su oído—. Estás hecha para esto. Para mí.
Sus manos agarraban sus caderas con fuerza, marcándola, asegurándose de que cada movimiento quedara registrado en el video. Eugenia cerró los ojos, sintiendo cómo algo se acumulaba dentro de ella, una presión que crecía con cada empuje.
—No puedo… —gimió, pero ya era demasiado tarde.
El orgasmo la golpeó como una ola, sacudiendo su cuerpo con una intensidad que la dejó sin aliento. Sus músculos se contrajeron alrededor de Javier, quien gruñó y aceleró su ritmo, buscando su propia liberación.
—Mírame —exigió, agarrándole la cara—. Mírame cuando te llene.
Eugenia, aturdida, obedeció. Sus ojos se encontraron en el momento en que él llegó al clímax, derramándose dentro de ella con un gemido ronco.
Por un instante, solo se escuchó el sonido de su respiración entrecortada. Luego, Javier se separó y se dirigió hacia el teléfono, deteniendo la grabación con un último clic.
—Perfecto —murmuró, revisando el video brevemente antes de guardarlo—. Ni un solo detalle se perdió.
Eugenia, todavía atada y ahora consciente de lo que acababa de ocurrir, sintió una nueva oleada de horror.
—¿Qué… qué vas a hacer con eso? —preguntó, su voz temblorosa.
Javier se inclinó sobre ella, desatando sus muñecas con calma antes de acariciarle el pelo.
—Recordarte —respondió—. Siempre.
Continuara...

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