El sótano quedó sumido en una oscuridad apenas rota por la tenue luz de una bombilla desnuda que colgaba de un cable, iluminando la figura encogida y desnuda de Marian. Las lágrimas habían cesado, reemplazadas por un vacío helado, una incredulidad absoluta. El sabor de Javier aún impregnaba su boca, un recordatorio físico y brutal de la elección que había hecho, de la línea que había cruzado para proteger a sus hijas. La cadena alrededor de su cuello pesaba como una losa, no solo de metal, sino de la conciencia de que su libertad, y quizás su cordura, habían sido canjeadas. Escuchó los pasos de Javier subir las escaleras y cerrar la puerta con un golpe seco que resonó como un portazo en su alma. Se quedó sola, con su vergüenza y el silencio ominoso de la casa, preguntándose qué estaría haciendo ahora ese hombre con sus otras hijas.
Arriba, Javier se movía con la calma de un director de orquesta que sabe que toda la música depende de él. Su plan se desarrollaba a la perfección. Marian estaba quebrada, pero las jóvenes, Valeria y Martina, representaban un desafío diferente. La fuerza bruta podía usarse, pero él prefería la manipulación, la ilusión de elección, la siembra de la culpa y la complicidad. Llamó a Eugenia, que acudió de inmediato, aún desnuda y con la piel brillante por el sudor de su sumisión reciente.
—Ven, pequeña —le dijo, y con unas bridas de plástico, le ató las muñecas por detrás de la espalda con una fuerza calculada para que fuera incómodo, pero no extremadamente doloroso. Luego, le colocó una bola de goma en la boca, sujetándola con una cinta adhesiva que no dañara su piel—. Silencio ahora. Para ellas, eres otra prisionera. Otra víctima.
Eugenia asintió, sus ojos brillando con la emoción de participar en el juego perverso de su abuelo. Para ella, no era una humillación; era un papel que desempeñar para él, otra forma de ser útil y de demostrar su devoción.
Javier la tomó del brazo y se dirigió primero a la habitación de Martina, la mayor. La joven ya estaba consciente, sus ojos, llenos de pánico y confusión, se abrieron de par en par al ver la puerta abrirse. Estaba completamente desnuda, atada de muñecas y tobillos a los barrotes de su propia cama, vulnerable y aterrada. Al ver a Javier, seguido por una Eugenia amordazada y con las manos atadas, su confusión se multiplicó.
—¡Suéltanos, viejo asqueroso! —gritó Martina, con una valentía desesperada que le temblaba en la voz—. ¡Cuando salga de aquí te voy a matar! ¡Loco de mierda!
Javier no inmutó. Sonrió, un gesto frío que no llegaba a sus ojos. Avanzó hacia la cama, arrastrando a Eugenia consigo.
—Chillidos de gatito —murmuró, despreciativo—. No gastes energías, niña. Nadie puede oírte.
Se detuvo a un lado de la cama, mirando a Martina con una curiosidad clínica, luego a Eugenia, que fingía forcejear débilmente, con lágrimas bien actuadas rodando por sus mejillas.
—Te voy a dar una opción, Martina —dijo Javier, su voz serena, contrastando brutalmente con la tensión en la habitación—. Una muestra de mi… generosidad familiar. —Hizo una pausa, dejando que las palabras se asentaran—. Voy a hacerle el amor a una de ustedes dos. Ahora. Y tú elegirás a quién.
Martina palideció. La propuesta era tan monstruosa que le costó procesarla. Miró a su hermana menor, Eugenia, que parecía aterrada, inocente. "Pobre Eugenia", pensó, "ella prometió llegar virgen al matrimonio… aún es pura". La idea de que ese monstruo profanara a su hermana pequeña le resultó insoportable. El instinto de protección, tan fuerte en ella como en su madre, surgió con fuerza.
—¡A ella no! —gritó, tirando de sus ataduras—. ¡Déjala en paz!
—¿Entonces eliges que sea contigo? —preguntó Javier, con una suavidad siniestra.
Martina tragó saliva, las lágrimas de rabia e impotencia llenándole los ojos. Asintió, con un movimiento brusco de la cabeza.
—Sí. A mí. Pero déjala ir.
Javier rio bajito. —Oh, no la dejaré ir. Pero por ahora, se salvará. Gracias a ti. —Soltó el brazo de Eugenia, que se dejó caer contra la pared, fingiendo desmayarse de miedo, observando entre sus pestañas.
Javier se acercó a la cama. No había preámbulos románticos, ni caricias. Esto era un acto de dominación pura. Con un movimiento brusco, separó las piernas de Martina, que estaban atadas por los tobillos, exponiéndola completamente. Ella apretó los ojos, desviando la mirada, tratando de desconectar.
—Mírame —ordenó Javier, y cuando ella no obedeció, le agarró la barbilla con fuerza—. Mírame cuando te convierta en mujer.
La penetración fue rápida y brutal. Martina gritó, un sonido ahogado por el dolor y la violación. Javier no mostró compasión. Se movió con una ritmicidad implacable, sus manos agarrando sus caderas con fuerza, marcándola. Ella luchó al principio, maldiciéndolo entre gemidos de dolor, pero gradualmente, la resistencia física se agotó. Quedó ahí, tendida, soportando cada embestida, cada jadeo ronco de él, sintiendo cómo su cuerpo era violado mientras su hermana "inconsciente" yacía en el suelo. La humillación era total. Había elegido esto para salvar a Eugenia, y ahora era su cruz personal cargar con ello.
Cuando Javier terminó, separándose de ella con un gruñido final, Martina yacía inmóvil, las lágrimas secas en su rostro, mirando al techo con ojos vacíos. Él se ajustó la ropa con calma.
—Buen trabajo, Martina —dijo, como si hubiera completado una tarea—. Has protegido a tu hermana. Por ahora.
Salió de la habitación, "arrastrando" a la débil y temblorosa Eugenia tras de él, dejando a Martina sumida en la desesperación silenciosa de su sacrificio.
La siguiente parada fue la habitación de Valeria. La más joven, la más impresionable, estaba despierta y llorando en silencio, sus intentos de soltarse habían dejado sus muñecas enrojecidas e irritadas. Al ver entrar a Javier con Eugenia en el mismo estado de "cautiverio", su llanto se intensificó.
—Por favor… —suplicó—, no nos hagas daño…
Javier repitió la misma obra. La colocó a Eugenia en un rincón, fingiendo estar tan aterrada que ni siquiera podía levantarse.
—Tu hermana mayor ha sido muy valiente, Valeria —dijo Javier, acercándose a la cama—. Se ofreció a sí misma para que no tocara a Eugenia. —Hizo una pausa dramática—. Pero yo creo en la equidad. Así que te doy la misma elección. ¿A quién elijes? ¿A tu hermana pequeña, inocente y pura? ¿O a ti?
Valeria miró a Eugenia, que parecía una niña asustada, y luego a sí misma, atada e indefensa. El miedo la paralizaba. Pero a diferencia de Martina, en sus ojos no había solo terror; había una curiosidad malsana, una chispa de emoción ante lo prohibido que incluso ella no entendía completamente.
—Yo… yo… —tartamudeó, sin poder articular la elección.
—¿Prefieres que le haga daño a ella? —presionó Javier, señalando a Eugenia con la cabeza.
—¡No! —gritó Valeria—. A mí… hazlo a mí.
Javier sonrió. Había notado el destello en sus ojos. Esta sería diferente.
Se acercó a ella, pero su acercamiento fue distinto. En lugar de la brutalidad que usó con Martina, sus manos fueron casi… exploratorias. Acarició suavemente el costado de su muslo, sintiendo cómo ella se estremecía.
—Eres muy joven —murmuró—. Muy fresca.
Valeria cerró los ojos, pero no por el dolor, sino por la abrumadora confusión de sensaciones. El miedo estaba ahí, punzante, pero también una excitación que la avergonzaba profundamente. Cuando Javier la penetró, fue con más suavidad, con movimientos largos y profundos que buscaban estimular, no solo someter.
—Relájate, Valeria —susurró él en su oído—. Déjate llevar. Es natural. Soy tu abuelo. Te estoy dando una bienvenida… especial a la familia.
Las palabras, retorcidas y perversas, encontraron un eco inesperado en ella. El dolor inicial dio paso a una oleada de sensaciones que no podía controlar. Sus gemidos ya no fueron solo de protesta; comenzaron a mezclarse con jadeos de un placer que no quería admitir.
—¿Te gusta? —preguntó Javier, notando cómo su cuerpo comenzaba a responder, a humedecerse, a moverse levemente en contra de su voluntad.
—No… —mintió Valeria, pero su cuerpo decía lo contrario.
Javier cambió de posición, rodándola de lado sin desengancharse, una postura más íntima, más posesiva. Una de sus manos se enredó en su cabello, tirando suavemente para exponer su cuello, que él besó y mordió. La otra mano se deslizó por su vientre hasta encontrar su clítoris, comenzando a masajearlo con movimientos expertos.
Valeria gritó, pero esta vez fue un grito de puro éxtasis. El orgasmo la golpeó con una fuerza sorprendente, haciendo que se arqueara contra él, completamente perdida en la ola de sensaciones que él había liberado.
Javier sonrió, satisfecho. Había encontrado un filón inesperado.
—Sí… buena niña —gruñó, acelerando su ritmo hasta terminar dentro de ella.
Cuando se separó, Valeria yacía jadeando, su rostro era un mapa de confusión, vergüenza y un placer residual que no podía negar. Lo miró, y en sus ojos ya no había solo miedo. Había admiración, sumisión y una pregunta terrible y emocionante.
—Abuelo… —murmuró, y la palabra sonó diferente. No era un título, era un reconocimiento.
Javier acarició su mejilla.
—Descansa, Valeria —dijo—. Esto es solo el comienzo.
Salió de la habitación, dejando a su nieta más joven sumida en un torbellino de emociones nuevas y corruptas. Eugenia, al "ser arrastrada" fuera, lanzó una última mirada a su hermana. No había triunfo en sus ojos, solo una fría aceptación. Sabía que Javier había ganado otra pieza. La familia estaba cayendo, una por una, y ella, la primera, observaba cómo el legado de sumisión se extendía, tan inevitable y oscuro como la sangre que compartían.
Los días siguientes a la violación sistemática de sus hijas se desarrollaron con una rutina macabra dentro de los confines de la que alguna vez fue un hogar. La casa se convirtió en una prisión de puertas cerradas y secretos innombrables. Para Valeria y Martina, el mundo se redujo a los cuatro paredes de sus respectivos dormitorios. Javier, meticuloso y controlador, se encargaba personalmente de su "cuidado". Les desataba una mano a la vez para que pudieran comer los alimentos insípidos que les llevaba—purés, sopas, pan—siempre bajo su atenta mirada. Les permitía usar una bacinilla para sus necesidades, que él mismo vaciaba después, un acto de humillación cotidiana que reforzaba su total dependencia. No había conversación, solo órdenes breves y el silencio espeso de su desesperación. Valeria, sumida en la confusión de su propio placer traicionero, a veces lo miraba con una expectativa que la avergonzaba inmediatamente después. Martina, por el contrario, lo miraba con un odio puro y silencioso, alimentando una rabia impotente que no tenía salida.
El sótano era el dominio de Marian. Encadenada como un animal, su mundo era aún más pequeño: la fría pared de cemento, la viga de metal, el olor a tierra y a ella misma. La luz de la bombilla era su sol y su luna. Eugenia era su único vínculo con el exterior, su carcelera benevolente y su hija convertida en extraña. Dos veces al día, Eugenia bajaba con una bandeja de comida—siempre fría, siempre simple—y un cubo de agua.
—Mami, tienes que comer —decía Eugenia con una voz monocorde, casi infantil, mientras le daba de comer con una cuchara como a un bebé—. Tienes que mantener tus fuerzas.
Marian, al principio, se resistía, apartando la cabeza, escupiendo la comida. Pero el hambre y la desesperación eventualmente ganaban.
—Mis hijas… —preguntaba siempre, con la voz ronca por la falta de uso y las lágrimas—. ¿Están bien? ¿Les ha hecho algo?
Eugenia, siguiendo las instrucciones de Javier al pie de la letra, sonreía con una tranquilidad espeluznante.
—Están bien, mami. Javier es un hombre de palabra. No les ha hecho nada malo. Solo las está… cuidando. Como a mí. —Su sonrisa se ampliaba—. Estamos todas bien. Pronto lo entenderás.
Eran reportes falsos, diseñados para calmar a Marian, para alimentar la ilusión de que su sacrificio había valido la pena. Y, poco a poco, funcionaron. La resistencia de Marian, alimentada por el miedo por sus hijas, comenzó a ceder. La desesperación absoluta a menudo lleva a una aceptación patológica. Si sus hijas estaban a salvo, entonces su propio sufrimiento tenía un propósito. Comenzó a comer sin rechistar, a beber el agua, a aceptar la humillación de ser alimentada y limpiada por su propia hija.
Javier observaba este proceso desde las sombras. No bajaba al sótano durante esos primeros días. Dejaba que el aislamiento, la incertidumbre y los falsos informes de Eugenia hicieran su trabajo. Quería que Marian se acostumbrara a la oscuridad, a la cadena, a la idea de que su vida anterior había terminado.
Después de una semana exacta, Javier decidió que era el momento de la siguiente fase. Bajó al sótano. Marian se encogió al verlo, pero no gritó. Solo lo miró con ojos de animal acorralado.
—Marian —dijo él, su voz resonando en el espacio vacío—. Veo que has estado… cooperando. Eso es bueno. Muy bueno.
Ella no respondió.
—Te voy a dar una elección —continuó, acercándose y arrodillándose frente a ella—. Puedes seguir aquí, en la oscuridad, sola, viviendo con el miedo de que en cualquier momento pueda cambiar de opinión sobre tus hijas. —Hizo una pausa, dejando que la amenaza se colara en sus huesos—. O puedes comenzar a portarte bien. A ser una buena chica. Y si lo haces, te daré beneficios. Más luz. Comida caliente. Quizás… incluso ver a tus hijas.
Era una elección entre dos infiernos, pero uno tenía la promesa de una pequeña mejora, un destello de esperanza manipulado. Marian, agotada, quebrada, aferrándose a la mentira de que sus hijas estaban bien, miró la cadena alrededor de su cuello y luego a los ojos fríos de su padre.
—¿Qué… qué tengo que hacer? —preguntó, su voz apenas un susurro.
—Obedecer —respondió Javier, simple y llanamente—. Sin cuestionar. Sin dudar. Como tu hija. Como tu madre antes que tú.
Marian cerró los ojos. En su mente, vio los rostros de Valeria y Martina. Asintió lentamente.
—Está bien —susurró—. Obedeceré.
Una sonrisa de triunfo iluminó el rostro de Javier. Esa fue la aceptación que buscaba. No era solo sumisión forzada; era un acuerdo, por mínimo que fuera. Era el primer paso para convertirla en lo que él quería.
—Buen perro —dijo, y desabrochó el candado que la sujetaba a la viga.
Marian se derrumbó hacia adelante, sus músculos débiles temblaban por la falta de uso. Javier no la ayudó a levantarse. La observó forcejear para ponerse de rodillas, la posición que ahora le era natural.
—Vamos —ordenó—. Afuera. Necesitas tomar un poco de aire.
La llevó del collar, como a un animal, arrastrándola por las escaleras y hacia el patio trasero, que estaba rodeado por una alta cerca de madera que garantizaba la privacidad. Para Marian, la luz del sol fue un choque doloroso y glorioso después de una semana de oscuridad. El aire fresco le quemó los pulmones. Se arrastró sobre la hierba, sintiendo el sol en su piel desnuda, mientras Javier, de pie sobre ella, observaba con satisfacción.
—Así —dijo—. Aprende a disfrutar de los pequeños placeres que te doy.
Así comenzó el entrenamiento. Javier la paseaba por el patio con la cadena, enseñándole a seguir a su lado, a quedarse quieta cuando él se detenía, a sentarse a su orden. Le arrojaba trozos de comida—queso, pedazos de pan—que ella, al principio con vergüenza y luego con una necesidad creciente, recogía del suelo con la boca. Le enseñó a beber agua de un cuenco. Marian, en su desesperación por obtener esas migajas de comodidad, por tal vez ganarse el derecho a ver a sus hijas, obedecía. Su humanidad se desvanecía día a día, reemplazada por la mentalidad de una mascota que solo vive para complacer a su amo. Ya no era Marian, la madre, la mujer. Era "la perra", "la mascota de Javier".
Una tarde, después de una sesión particularmente "exitosa" en la que Marian había corrido a buscar un palo que Javier había arrojado y se lo había traído de vuelta en la boca, él decidió que merecía una recompensa mayor.
—Muy bien —dijo, acariciándole la cabeza como a un can—. Te has portado muy bien. Te mereces un premio especial.
La llevó de vuelta al interior, al salón principal. La luz era tenue. Él se sentó en el sofá y la miró.
—Ven —ordenó.
Marian, condicionada, se acercó arrastrándose sobre sus manos y rodillas hasta quedar entre sus piernas.
—Hoy —dijo Javier, desabrochándose el pantalón—. No será por obligación. Será tu premio.
Marian lo miró, y en sus ojos ya no había rastro de la mujer que fue. Solo había una expectativa sumisa, un deseo animal de agradar. Cuando él la guio hacia su entrepierna, no hubo resistencia. Hubo aceptación. Incluso… anticipación.
Javier la tomó con una intensidad posesiva, pero esta vez, había una diferencia crucial. Marian no era solo un cuerpo que violar; era su creación, su mascota obediente. Sus manos no fueron brutales; fueron afirmativas, reclamando. Y ella, en la profundidad de su condicionamiento, comenzó a responder. Un gemido bajo, que no era de dolor, surgió de su garganta. Sus caderas comenzaron a moverse en un ritmo instintivo, buscando la fricción, el placer que su amo le estaba dando.
—Sí… —susurró Javier, observando su transformación completa—. Así, mi perra buena. Así.
La excitación de Marian creció, alimentada por la aprobación en su voz, por la sensación de estar cumpliendo perfectamente su papel. El orgasmo, cuando llegó, fue una sacudida brutal e inesperada que la recorrió de pies a cabeza. Gritó, un sonido ronco y animal, y se derrumbó contra él, jadeando, completamente abrumada.
Javier terminó poco después, gruñendo por su propia acabada. Se separó de ella y la miró, tendida a sus pies, exhausta y transformada.
—Ladra —ordenó, su voz suave pero implacable.
Marian, todavía jadeando, con los ecos del orgasmo aun vibrando en cada nervio, obedeció sin pensarlo. Un ladrido débil, ronco, salió de su garganta.
—Más fuerte —exigió él.
Ella ladró de nuevo, más fuerte esta vez, un sonido que sellaba su propia anulación.
Javier sonrió, una expresión de pura y lúgubre satisfacción. La primera vez que Marian había llegado al orgasmo, lo había hecho no como una mujer, sino como la mascota de su padre, ladrando a sus pies. La domesticación estaba completa. El círculo de sumisión familiar se había cerrado por otra generación. Y Javier, el patriarca perverso, se recostó en el sofá, saboreando su victoria absoluta.
Continuara...

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