El apartamento de Marian olía a estofado casero y a limón recién exprimido, aromas de hogar que contrastaban brutalmente con el nudo de angustia y culpa que Clara llevaba en el pecho. Había reunido a su hija y a sus dos nietas mayores, Valeria y Martina, para la conversación más difícil de su vida. Marian, una mujer de cuarenta y tantos años con una belleza cansada pero aún vibrante, se movía por la cocina con la energía de quien ha criado sola a tres hijas. Su cuerpo, curvilíneo y maternal, estaba marcado por los años de trabajo, pero conservaba una voluptuosidad llamativa, especialmente en su pecho, generoso y firme, que siempre había sido tanto un atributo como una carga para ella. Valeria, de veinte años, heredera de la esbeltez y los ojos claros de su abuela y su hermana menor, rebosaba la energía inquieta de la juventud. Martina, de veintitrés, más seria y con una inteligencia práctica que la hacía el pilar de la casa, observaba todo con una curiosidad cautelosa.
—Siéntense, por favor —dijo Clara, tratando de que su voz no delatara el temblor interno.
Cuando estuvieron todas en la mesa del comedor, con sus tazas de té humeante frente a ellas, Clara respiró hondo.
—Durante mi visita… pasó algo inesperado —comenzó, jugando con el borde de su taza—. Encontré a alguien del pasado. Alguien muy importante.
Tres pares de ojos se clavaron en ella.
—¿Un viejo amor, abuela? —preguntó Valeria con una sonrisa pícara.
—Algo así —respondió Clara, evitando su mirada—. Encontré a Javier Alonso.
El nombre no significó nada para las jóvenes, pero Marian se quedó pálida. Era un nombre que su madre había murmurado en raras ocasiones, siempre con una sombra en la mirada.
—¿Javier? ¿El Javier de…?
—Sí —cortó Clara—. Tu padre, Marian.
El silencio que siguió fue absoluto. Marian se quedó mirando a su madre como si no hubiera entendido las palabras.
—Mi… ¿padre? —logró articular, con una voz que de repente sonó muy pequeña.
—Sí, cariño. Por casualidad, está aquí, en el pueblo. Y… quiere conocerte. Conocerlas a todas.
Valeria y Martina se miraron, y una ola de excitación juvenil las recorrió. La idea de un abuelo, una figura ausente, un nuevo lazo familiar, era emocionante.
—¡¿En serio?! —exclamó Valeria, sus ojos brillando—. ¡Vamos a conocer al abuelo! ¡Es increíble!
—¡Sí! —agregó Martina, más contenida pero igualmente entusiasta—. Siempre quisimos saber de él.
Marian, sin embargo, no compartía su entusiasmo. Su rostro se endureció.
—¿Y por qué ahora? —preguntó, con una amargura que sorprendió a sus hijas—. ¿Después de abandonarte? ¿Después de abandonarnos a mí antes de nacer siquiera?
Clara se inclinó hacia adelante, tomando la mano de su hija. Sus dedos estaban fríos.
—Marian, escúchame. Él no sabía —dijo, y en esto, dijo la verdad—. Yo nunca se lo dije. Se fue del pueblo antes de que yo supiera siquiera que estaba embarazada. No lo abandonó por maldad. Simplemente… no lo supo.
Marian la miró, buscando en sus ojos algún indicio de mentira. Clara sostuvo su mirada, alimentando la media verdad, ocultando la pesadilla completa.
—Y… ¿cómo es? —preguntó Marian, su voz aún cargada de desconfianza, pero con un dejo de curiosidad herida.
Clara respiró hondo. Aquí venía la mentira necesaria, la traición final para salvarse a sí misma y condenarlas a ellas.
—Es un hombre… refinado. Culto. Con muchos recursos —dijo, eligiendo palabras que sonaran atractivas—. Parece un gentleman. Está mayor, claro, pero se le ve muy bien. Seguro que está arrepentido de todo el tiempo perdido y va a estar encantado de conocerte, de compensarte de alguna manera. —"Compensarte", pensó con amargura, "de la manera que él entiende".
Marian se relajó un poco. La idea de un padre arrepentido, próspero y deseoso de enmendar sus errores era poderosa, una fantasía que había alimentado en secreto durante años.
—Bueno… —cedió, con un suspiro—. Si realmente no lo supo… Quizás merezca una oportunidad.
—¡Sí! —gritaron al unísono Valeria y Martina, ya imaginando a un abuelo cariñoso y tal vez generoso.
Clara sonrió, una sonrisa tensa que le dolía en los músculos de la cara. Había hecho su trabajo. Había tendido el puente. El depredador podría ahora cruzar a su antojo.
Al día siguiente, Clara partió hacia España. En el aeropuerto, miró por última vez hacia el pueblo que se perdía en la distancia. Un escalofrío de culpa la recorrió, pero lo ahogó con un pensamiento egoísta: "Yo tengo una familia en España. Una vida. Ellas… ellas se las arreglarán". Era una mentira que se repetía a sí misma para poder dormir por las noches.
La Noche de la Trampa
Una semana después, la casa de Marian, más grande y acogedora que la cabaña del río, estaba impecable. Olía a la mejor comida que había podido preparar: un cordero al romero, papas rústicas, una ensalada fresca y un postre de chocolate. Marian se había puesto su mejor vestido, uno que realzaba sus curvas. Valeria y Martina estaban nerviosas y emocionadas, arregladas con esmero. La única que parecía extrañamente tranquila era Eugenia. Vestida con sencillez, casi con modestia, se movía por la casa con una calma que rayaba en la apatía. Sus ojos, sin embargo, brillaban con una luz interior oscura cada vez que sonaba el timbre.
—¡Ahí está! —anunció Valeria, saltando del sofá.
Marian se secó las manos nerviosas en el delantal y se lo quitó. Abrió la puerta.
Y allí estaba Javier. Impecablemente vestido con un traje de lino claro, el pelo blanco peinado hacia atrás, una botella de vino caro en una mano y una sonrisa cálida y perfectamente calculada en el rostro. Parecía la encarnación del abuelo próspero y arrepentido que Clara había descrito.
—Marian —dijo, su voz grave y llena de una emoción teatral—. Eres aún más hermosa de lo que imaginé. —Extendió la mano, no para un apretón, sino para tomar la de ella y llevársela a los labios en un gesto de vieja escuela.
Marian se ruborizó. La galantería, la presencia imponente, la disiparon al instante.
—Pase… padre —dijo, probando la palabra en su boca. Le sonó extraña, pero no desagradable.
—Por favor, llámame Javier —dijo él con una sonrisa—. El tiempo perdido nos hace colegas, no padre e hija, ¿no? —Entró y su mirada barrió la sala, posándose en cada una de las mujeres. En Valeria, joven y esbelta; en Martina, inteligente y serena; y finalmente en Eugenia, que permanecía discretamente en un rincón. Un destello de complicidad pasó entre ellos.
—Estas deben ser mis otras dos bellezas de nietas —dijo, dirigiéndose a Valeria y Martina—. Valeria y Martina. Clara me habló mucho de ustedes.
—¡Abuelo! —dijeron casi al unísono, abrazándolo con la efusividad de quien recibe a un nuevo miembro de la familia.
Javier aceptó los abrazos con una calma paternal, pero sus ojos, fríos y calculadores, evaluaban cada detalle, cada curva, cada mirada.
La cena comenzó con una conversación animada. Javier era un conversador brillante. Hablaba de viajes, de arte, de negocios, con una facilidad que fascinaba a Marian y a sus hijas. Parecía interesado genuinamente en sus vidas, haciendo preguntas sobre sus estudios, sus trabajos, sus sueños. Era el hombre perfecto, el patriarca que siempre habían añorado.
—Debo disculparme por mi ausencia —dijo en un momento, con un dejo de tristeza que parecía muy real—. La vida a veces nos lleva por caminos separados. Pero espero poder compensar, de alguna manera, el tiempo perdido.
—No tiene por qué disculparse —dijo Marian, ya completamente ganada—. No lo sabía.
—Aún así —insistió él—. La familia es lo más importante. Brindemos por eso. —Alzó su copa de vino tinto.
Todas alzaron las suyas. Eugenia, que había estado bebiendo agua hasta entonces, se sirvió vino también, con un movimiento fluido.
—Eugenia, cariño, ¿estás segura? —preguntó Marian, sorprendida. Su hija menor nunca bebía alcohol.
—Por la familia, mamá —respondió Eugenia con una sonrisa serena, y dio un sorbo.
Lo que nadie en la mesa, excepto Javier y Eugenia, sabía, era que el vino, así como la jarra de agua que estaba en el centro de la mesa, habían sido meticulosamente adulterados. Eugenia, la sumisa perfecta, había cumplido las órdenes de su abuelo y dueño. Había mezclado en las bebidas una sustancia incolora e insípima que induciría a un estado de somnolencia y docilidad extrema. Un trabajo hecho con la precisión de quien ha sido entrenada para obedecer sin cuestionar.
La conversación continuó, pero gradualmente, los efectos comenzaron a notarse. Marian bostezó, disimulando tras su mano.
—Perdón, debe ser el cansancio de la semana —dijo con una sonrisa torpe.
Valeria se recostó en su silla, su entusiasmo inicial apagándose en una modorra visible. Martina, la más lúcida, frunció el ceño.
—Me siento… un poco rara —murmuró, tratando de enfocar la vista en Javier, cuya sonrisa, ahora, ya no parecía tan cálida, sino… expectante.
—Es el efecto de la buena comida y la buena compañía —dijo Javier, su voz suave como la seda—. Relájense. Están en familia. Están a salvo.
Su mirada se encontró con la de Eugenia, que observaba la escena con una expresión vacía, como una marioneta que ha cumplido su función y espera la siguiente orden. La cena parecía normal, una reunión familiar entrañable. Pero era la calma antes de la tormenta, el festín antes del sacrificio. Y las ovejas, adormecidas y confiadas, no tenían idea del lobo que se sentaba a la cabeza de la mesa.
El silencio en la casa de Marian era profundo, pesado, solo roto por la respiración lenta y profunda de tres mujeres sumidas en un sueño químico inducido. Los restos de la cena aún estaban sobre la mesa, un testimonio mudo de la traición que había tenido lugar entre platos de cordero y copas de vino adulterado. Javier se levantó de su silla con la elegancia serena de un felino que sabe que su presa ya no puede escapar. Eugenia lo imitó de inmediato, sus movimientos eran fluidos, automáticos, los de una sierva perfectamente sincronizada con la voluntad de su amo.
—Empecemos —dijo Javier, su voz un susurro que cortaba la quietud como un cuchillo.
Comenzaron con Valeria, la más joven después de Eugenia. Javier deslizó el vestido de la muchacha por sus hombros con una curiosidad clínica, revelando un cuerpo joven y esbelto, lleno de la promesa que él estaba a punto de corromper. Sus dedos, fríos y expertos, recorrieron la curva de su cintura, la suave prominencia de sus pechos pequeños, un esbozo de lo que sería con los años.
—Piel de melocotón —murmuró, pellizcando suavemente un pezón hasta que se endureció, incluso en su sueño—. Pronto aprenderá a reconocer el tacto de su abuelo.
Eugenia observaba, y en lugar de horror, una chispa de algo parecido al orgullo brilló en sus ojos. Ella era la primera, la favorita. Ver a sus hermanas ser preparadas para el mismo destino no le provocaba celos, sino una sensación de pertenencia a un designio mayor, retorcido y privado.
—Pronto serán obedientes como vos —afirmó Javier, pasando una mano por el cabello de Eugenia en un gesto de posesión.
—Y felices como yo —respondió Eugenia, con una convicción que habría sonado demencial en cualquier otro contexto.
Trabajaron con eficiencia macabra. A Valeria, aún inconsciente, la llevaron entre los dos a su habitación, un espacio lleno de posters de bandas y fotos de amigas. La colocaron sobre la cama y, con unas correas de cuero que Javier había traído consigo, ataron sus muñecas a los barrotes de la cabecera. Le colocaron un trapo limpio en la boca, asegurándolo con cinta adhesiva suave. Quedó expuesta, vulnerable, una mariposa clavada en un tablero de coleccionista.
Repitieron el proceso con Martina. Su cuerpo, más maduro y definido que el de su hermana, despertó un gruñido de aprobación en Javier.
—Esta tiene carácter —comentó, al notar la firmeza de sus músculos incluso en la inconsciencia—. Romperla será un placer especial.
La ataron de la misma forma en su propia habitación, un espacio más ordenado, con estantes llenos de libros. La incongruencia de la escena —la joven intelectual, ahora atada y amordazada en su propia cama— era parte del placer perverso de Javier.
Luego vino Marian. La llevaron al sótano, un espacio semi-terminado que olía a tierra y a humedad. Aquí no había camas ni barrotes. Javier la desvistió con una deliberación más lenta, admirando el cuerpo que había heredado su hija menor. Sus curvas eran más generosas, más maduras. Sus pechos, grandes y pesados, fueron objeto de una atención especial; los pesó en sus manos, los apretó, los pellizcó con una fuerza que habría despertado a cualquiera que no estuviera bajo los efectos de la droga.
—Una verdadera mujer —susurró, con avaricia—. Hecha para dar placer.
No la ató con correas. De una bolsa que había escondido en un rincón sacó un collar de cuero grueso, ancho, con una argolla de metal en el frente. No era un adorno; era una herramienta de sujeción. Lo ajustó alrededor del cuello de Marian con un clic siniestro. De la argolla colgaba una cadena corta pero gruesa, que terminaba en otro candado. Este último, él lo enganchó a un ancla de metal incrustado en una viga de soporte en la pared, a una altura que obligaría a Marian a permanecer de rodillas o sentada, pero nunca de pie. Era imposible de quitar o desatar sin la llave.
Horas más tarde, los efectos de la droga comenzaron a disiparse. Marian fue la primera en despertar, debido a la incomodidad de la posición y el frío del sótano en su piel desnuda. La confusión fue absoluta. ¿Por qué estaba desnuda? ¿Por qué había una cadena alrededor de su cuello? ¿Por qué estaba en el sótano? Intentó levantarse, pero el tirón del collar contra su garganta la hizo caer de nuevo sobre sus rodillas, ahogando un grito. El pánico, puro y cortante, comenzó a apoderarse de ella.
Y entonces, vio la escena.
A pocos metros de ella, arrodillada también, pero con devoción, estaba su hija menor, Eugenia. Estaba desnuda, y su cabeza se movía rítmicamente entre las piernas de Javier, quien estaba de pie, con los ojos cerrados y una expresión de placer concentrado en su rostro. Marian podía oír los sonidos bajos y húmedos, los gemidos ahogados de su hija.
—¿Qué… qué hacen? —logró gritar, su voz áspera por la cadena y el horror.
Javier abrió los ojos. No pareció sorprendido ni molestado por la interrupción. Al contrario, una sonrisa lenta y siniestra se extendió por su rostro.
—Dándole lo que le gusta a mi nieta —respondió, su voz ronca por la excitación—. Está muy hambrienta. ¿Verdad, pequeña?
Eugenia se separó por un instante, jadeando, un hilo de saliva conectando sus labios con el miembro de Javier. Miró a su madre con unos ojos vidriosos, llenos de una felicidad vacía y aterradora.
—Mami, no te preocupes —dijo, como si estuviera consolándola por un rasguño—. Pronto mis hermanas también van a querer lo que tengo en la boca.
—¡No! —el grito de Marian fue desgarrador—. ¡A ellas no! ¡Por favor, Javier, a ellas no!
Javier empujó a Eugenia con suavidad, pero con firmeza, apartándola. A ella no pareció molestarle el gesto; de hecho, una sonrisa de sumisa satisfacción se dibujó en sus labios. "Le gusta que la trate así", pensó Marian, con un asco que le revolvió el estómago.
—Eso depende de vos, Marian —dijo Javier, acercándose a ella. Se arrodilló frente a su hija, su desnudez y su excitación expuestas como una arma—. Usa tu boca. Ahora. Si lo haces bien… si me demuestras que puedes ser tan dócil y entregada como tu hija, quizás… solo quizás… no use a mis otras nietas. Por ahora.
La amenaza flotó en el aire frío del sótano, clara y brutal. Marian miró a Eugenia, que la observaba con una expectación casi infantil, y luego a la cadena que la tenía prisionera. No había escape. No había ayuda. Su única moneda de cambio para proteger a sus otras hijas era su propia sumisión.
Un sollozo escapó de sus labios. La dignidad, el orgullo, la repulsión… todo se desvaneció ante el instinto maternal más primitivo: proteger a sus crías, incluso a costa de su propia alma.
—Está bien —susurró, las lágrimas cayendo libremente por su rostro—. Está bien.
Con movimientos torpes, forzados por las cadenas y el horror, se inclinó hacia adelante. Javier se acomodó delante de ella. El olor a él, a sexo y a Eugenia, le provocó náuseas, pero cerró los ojos e intentó desconectar su mente. "Por Valeria", pensó, "por Martina".
Comenzó a hacerlo. Al principio, sus movimientos fueron mecánicos, vacilantes, impulsados únicamente por el miedo. Pero Javier no era un amante, era un entrenador.
—Más profundo —ordenó, agarrando su cabello y guiándola—. Así. Usa la lengua. Sí, como eso. Eres una puta natural, Marian. Se nota que la sangre de tu madre corre por tus venas.
Cada palabra era una puñalada, pero Marian las absorbía, convirtiendo el dolor en determinación. Cada gemido de placer de Javier era un paso más lejos de sus otras hijas. Se entregó a la tarea con una desesperación creciente, buscando agradarle, buscando cumplir con su parte del trato siniestro. La humillación era absoluta, pero el fuego del instinto maternal la consumía, anulando todo lo demás.
Javier, sintiendo la entrega forzada pero total, aceleró su ritmo. Sus gruñidos se hicieron más fuertes, sus manos se enredaron con más fuerza en su cabello.
—Sí… así… mi hija puta… —gruñó.
Y finalmente, con un estremecimiento violento, llegó al clímax, derramándose en la boca de Marian con un último gemido ronco.
Ella se separó, tosiendo, escupiendo, sintiendo una vergüenza tan profunda que deseó morir en ese instante.
Javier se enderezó, mirándola con una expresión de evaluación satisfecha. Le acarició la mejilla con el dorso de los dedos.
—Con entrenamiento —dijo, su voz serena ahora, como si acabara de dar una clase magistral—, serás la puta soñada.
Marian, agotada, humillada, vencida, se derrumbó sobre sus talones, las lágrimas mezclándose con el sabor amargo de su propia condena y de la salvación temporal de sus hijas. Sabía, en lo más profundo de su ser, que era solo el principio. La pesadilla, heredada de su madre, había consumido ya a una de sus hijas y ahora empezaba a devorarla a ella. Y Javier, su padre y su verdugo, solo sonreía.
Continuara...

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