Un mes había transcurrido desde aquel primer encuentro en la orilla del río, un mes durante el cual los días y las noches de Eugenia se habían fundido en una sola realidad distorsionada, un ritual de obediencia y placer coercitivo. El entrenamiento, meticuloso e implacable, había surtido un efecto profundo y alarmante en la joven. La resistencia inicial, el miedo punzante y la vergüenza, no habían desaparecido, pero se habían transmutado en una aceptación compleja y enredada. Javier no solo había quebrado su cuerpo; había reescrito su código interno. Eugenia, en la quietud de su mente, había llegado a una conclusión que la aterraba y la excitaba por igual: había nacido para obedecer a Javier. La sumisión no era una derrota; era su destino, la llave que desbloqueaba unas sensaciones tan intensas, tan abrumadoras, que borraban cualquier otro pensamiento. Él era el arquitecto de su placer, un placer que nunca supo que su cuerpo podía experimentar, un éxtasis que siempre estaba ligado al dolor, a la humillación y a la anulación de su voluntad. Era una adicción forzada, y ella, su prisionera más devota.
Durante esas semanas, Javier, con la paciencia de un araña tejiendo su red, había extraído de Eugenia, gota a gota, toda la información sobre su familia. Las conversaciones, siempre iniciadas por él con una aparente casualidad perversa después de un acto de sumisión, eran interrogatorios disfrazados. Quería saberlo todo: los nombres completos, las edades, las profesiones, los secretos, las debilidades de su madre, de sus hermanas, de su abuela. Eugenia, en su estado de docilidad inducida, respondía con una veracidad candorosa, sin cuestionar la obsesión de su dueño con su árbol genealógico. Para ella, era otra forma de agradarle, de ser "buena".
Pero había un hilo suelto en la madeja, un detalle que resonaba en la memoria de Javier cada vez que Eugenia mencionaba a su abuela Clara. Algo en la descripción de la mujer, en su carácter fuerte pero con un dejo de una melancolía profunda, le resultaba inquietantemente familiar. Era un eco de un pasado lejano, una sombra de una presa que había marcado su juventud. La curiosidad, mezclada con un deseo malsano de cerrar un círculo, se apoderó de él.
—Eugenia —dijo una tarde, mientras ella se vestía después de haberlo complacido—. Necesito que me traigas fotos de tu abuela. De cuando era joven. Debe haber álbumes en tu casa.
Eugenia se detuvo, el vestido a medio abrochar. La petición era extraña, pero la orden era clara.
—Sí, Javier —respondió sin vacilar, como un reflejo condicionado.
Al día siguiente, como una niña que lleva a su padre una manualidad del colegio, se presentó en la cabaña con un viejo álbum de fotos de cuero gastado. Se lo entregó con una mezcla de nerviosismo y el deseo de recibir una palmada de aprobación. Javier lo tomó con manos casi reverentes, como si fuera un grimoire de secretos. Pasó las páginas lentamente, sus ojos escudriñando las imágenes sepia y blanco y negro, los peinados anticuados, las sonrisas tímidas. Hasta que llegó a una. Una fotografía de una mujer joven, quizá de unos veinticuatro años, de pie junto a un río—¿el mismo río?— con un vestido de vuelo amplio y una mirada que desafiaba al objetivo. Era soberbia, hermosa, con una chispa de fiereza en los ojos claros que eran un espejo exacto de los de Eugenia.
Un escalofrío recorrió la espalda de Javier. La reconoció instantáneamente. No era solo un parecido; era ella. Clara. Su Clara. La primera. La que había sido su obra maestra, su experimento más exitoso antes de que el mundo y otras conquistas lo llamaran.
Una sonrisa lenta y lúgubre se extendió por su rostro. Cerró el álbum y miró a Eugenia, que lo observaba expectante.
—La conozco —dijo, su voz cargada de una nostalgia perversa—. A tu abuela. Fue mía.
Eugenia palideció. "¿Mía?". La palabra resonó con un significado que ella conocía demasiado bien.
—Hace… mucho tiempo —continuó él, disfrutando del shock en el rostro de la joven—. Ella tenía veinticuatro años. Yo, diecinueve. Era una mujer soberbia, llena de orgullo. Creía que podía controlar a cualquier hombre. —Hizo una pausa, sus ojos perdidos en el recuerdo—. Hasta que me conoció a mí. Le enseñé su lugar. Le mostré el placer que hay en la obediencia. Se volvió dócil, mi juguete perfecto durante dos años. Fue mi mejor alumna… hasta que llegaste tú.
Eugenia se sentó en el borde de la cama, las piernas débiles. No podía procesarlo. Su abuela, la fuerte, la respetada, la que le daba consejos sobre la vida… ¿había pasado por lo mismo que ella? ¿Había sido "entrenada" por este mismo hombre? El mundo se volvió del revés. La vergüenza se mezcló con una curiosidad obscena.
"¿Lo habrá disfrutado como yo?", pensó, y la pregunta misma la horrorizó. Pero estaba allí, plantada en su mente, buscando un parecido, una conexión en la experiencia que la uniera a su abuela más allá de la sangre.
Javier observó su confusión con deleite. La pieza del rompecabezas encajaba a la perfección, explicando la familiaridad, la docilidad genética quizás. Pero entonces, una idea aún más retorcida y monumental comenzó a germinar en su mente. Si Clara había sido suya, y Eugenia era de Clara… El círculo no solo se cerraba, se convertía en una espiral.
—Debes invitarla a tomar el té —ordenó de repente, su voz fría y decidida—. Aquí. Mañana.
Eugenia, automáticamente, asintió. —Sí, Javier.
Al día siguiente, con el corazón encogido por una aprensión que no podía definir, Eugenia extendió la invitación a su abuela.
—Abuela, ¿quieres venir a tomar té a la cabaña junto al río? La que alquila ese señor… Javier.
Clara se quedó quieta por un momento, una sombra cruzando su rostro. La cabaña. Conocía ese lugar demasiado bien. Traía recuerdos de su juventud, una mezcla embriagadora y dolorosa de éxtasis y sumisión, de placer y de pérdida. Recuerdos que había enterrado durante décadas. Pero era su nieta quien se lo pedía, con una sonrisa tensa y unos ojos que parecían pedirle algo.
—Claro, cariño —respondió, ocultando su turbación bajo una sonrisa cálida—. Me encantará.
Al cruzar el umbral de la cabaña, el tiempo retrocedió para Clara cuarenta años. El olor a madera vieja, el crujir del suelo, la luz filtrándose por la misma ventana… Fue como entrar en una fotografía viviente de su pasado. Y entonces lo vio. A él, sentado en el mismo sillón de entonces, con el pelo blanco pero con la misma postura imperiosa. Y en su regazo, sentada como una niña, con una docilidad que le partió el alma, estaba su nieta Eugenia.
Clara se detuvo en seco, el aire atrapado en sus pulmones. No entendía, pero una horrible sospecha comenzó a formarse.
Javier alzó la mirada, y sus ojos, fríos y cínicos, se encontraron con los de ella. Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios.
—No vas a saludar a tu dueño, Clara —dijo, su voz era la misma, solo un poco más grave, pero el tono de posesión era idéntico.
Fue la frase, esa frase que no había escuchado en décadas pero que aún resonaba en sus pesadillas, la que desató el reconocimiento instantáneo. Los ojos de Clara se abrieron de par en par, la sangre pareció abandonar su rostro.
—Javier… —susurró, el nombre escapándosele como un suspiro de terror.
—Mi señor —la corrigió él, suavemente, pero con una presión letal en la palabra.
Clara tragó saliva, sintiendo que las paredes se cerraban. La niña fuerte y soberbia que había sido había sido domada hace mucho tiempo, y ante su presencia, algunos de esos viejos reflejos volvían.
—Mi señor —repitió, mecánicamente, la voz quebrada.
Él asintió, satisfecho. "Aún lo recuerda", pensó con vanidad. Pero entonces, la mirada de Clara se posó en Eugenia, en la forma en que yacía contra él, y el horror maternal y ancestral superó al miedo programado.
—Mi señor… ella… ella es tu nieta —logró articular, las palabras cargadas de una angustia desgarradora.
Por primera vez en décadas, algo parecido a la sorpresa genuina alteró la máscara de cinismo de Javier. Sus cejas se elevaron levemente.
—Yo no tengo hijos —declaró, con una certeza que sonó hueca incluso para sus oídos.
—Cuando me abandonaste —explicó Clara, apresurándose, las palabras saliendo a borbotones—, estaba de tres meses. Embarazada. De Marta. La madre de Eugenia.
El rostro de Javier se desdibujó por un instante, no con horror o remordimiento, sino con una expresión de puro y macabro asombro. Una sonrisa lenta, una mueca de genuino y perverso deleite, se extendió por sus facciones.
—¿Mi nieta? —preguntó, la voz cargada de una curiosidad obscena. Su mirada bajó hacia Eugenia, que los observaba a ambos con una confusión absoluta, y luego volvió a Clara. —¿Ella es mi nieta?
—Sí —confirmó Clara, con un hilo de voz, esperando, rogando que esa revelación detuviera la locura.
Pero Javier solo rio, un sonido bajo y sin humor.
—Tengo una nieta muy obediente —murmuró, como si estuviera admirando una característica genética favorable. Acarició el cabello de Eugenia con un gesto posesivo, y ella, condicionada, se apretó más contra él. Luego, su mirada, cargada de una lujuria aún más retorcida y transgresora, se posó de nuevo en Clara. —¿Toda la familia es igual de dócil?
El aire en la cabaña se había vuelto espeso, cargado con el peso de una revelación monstruosa y una tensión sexual que era tan palpable como el olor a madera envejecida y deseo. Clara permanecía paralizada, anclada en el umbral, viendo una escena que era a la vez un espejo de su pasado y una profanación de su futuro. Allí, en el sillón de cuero gastado, estaba Javier, el hombre que había demolido y reconstruido su juventud a su antojo. Y en su regazo, sumisa, ardiente, con los ojos vidriosos de placer y sumisión, estaba su propia sangre, su nieta Eugenia. La conexión genética, ahora explícita, no provocó en Javier repulsión o horror; fue como echar leña a un fuego ya embravecido. La perversión de poseer no solo a una joven, sino a su propia descendencia, a la hija de su primera y más preciada creación, añadía una capa de transgresión final que lo electrizaba. Para él, era la culminación de su obra, la prueba definitiva de su dominio no solo sobre las voluntades, sino sobre el linaje mismo.
Eugenia, por su parte, nadaba en un mar de sensaciones contradictorias que su mente adoctrinada ya no intentaba separar. El conocimiento de que el hombre que la poseía era su abuelo debería haberla hecho retroceder en un grito de horror. En cambio, la noticia, filtrada a través del filtro distorsionador de su adicción a él y a la sumisión, se convirtió en un poderoso afrodisíaco. Era el vínculo más profundo, más prohibido, más absoluto. "Soy suya de una manera que nadie más lo es", pensó, en un éxtasis de entrega corrupta. "Le pertenezco por sangre y por voluntad". La taboo, en lugar de repelerla, la encerraba más en su jaula de placer coercitivo.
Javier no perdió tiempo. La revelación había avivado su lujuria hasta un punto febril. Con un movimiento posesivo, desvistió a Eugenia allí mismo, frente a los ojos atónitos de Clara. Cada prenda que caía al suelo era un acto de profanación ritual. La luz de la tarde bañaba el cuerpo joven y vibrante de la nieta, y Javier lo admiró con la avaricia de un coleccionista que encuentra la pieza central de su exhibición.
—Mira, Clara —dijo, su voz un ronroneo gutural—. Mira cómo brilla nuestra sangre en ella. Cómo obedece.
Clara no podía apartar la mirada. Era como verse a sí misma joven, veinte años, en esa misma cabaña, siendo despojada no solo de la ropa, sino de toda resistencia. Javier tenía un aura, una fuerza de gravitación negra que te quebraba y, horriblemente, te hacía disfrutar de estar rota. Veía cómo sus manos, esas manos que conocían tan bien el arte de la dominación, recorrían el cuerpo de Eugenia. No era un acto de amor; era una reafirmación de propiedad.
Comenzó con besos. No besos tiernos, sino mordiscos posesivos en los hombros, el cuello, la clavícula de Eugenia. Marcas que proclamaban propiedad. Luego, su boca descendió a sus pechos, y no los acarició, los devoró. Tomó uno de sus pezones entre sus labios y dientes, succionando y mordisqueando con una fuerza que hizo gritar a Eugenia, no de dolor, sino de un placer intenso y punzante.
—¡Abuelo! —gimió ella, y el título, en ese contexto, sonó a la blasfemia más excitante.
—Sí, niña —murmuró él contra su piel—. Di mi nombre.
—¡Javier! —gritó, mientras sus manos se aferraban a su espalda, sus uñas clavándose en la tela de su camisa.
Él la llevó hasta la mesa de comedor de roble macizo, barriendo con un brazo un jarrón de flores secas que se estrelló contra el suelo. La recostó sobre la superficie fría y dura. La posición era expuesta, vulnerable, perfecta para su teatro de dominación. Clara seguía cada movimiento, hipnotizada por el horror, su cuerpo recordando cada sensación, cada sumisión.
Javier se desvistió con eficacia brutal y se situó entre las piernas de Eugenia, que se abrían para él con una familiaridad aterradora. Las primeras embestidas fueron lentas, deliberadas, cada una más profunda que la anterior, midiendo su reacción, disfrutando de la expresión de éxtasis y sumisión en su rostro.
—Eres más estrecha que tu abuela —gruñó, clavando la mirada en Clara, que palideció aún más—. Más dulce.
Cambió el ángulo, penetrándola más profundamente, haciendo que Eugenia arqueara la espalda y gritara. Luego varió el ritmo, embistiendo con fuerza animal, cada golpe haciendo crujir la mesa bajo su peso combinado. Sus manos no se quedaron quietas; apretaron sus pechos con rudeza, marcando la piel pálida con rojeces que serían moretes al día siguiente, pellizcó sus pezones hasta hacerla gemir entre sollozos de placer.
—Pronto iré a conocer al resto de mi familia —anunció Javier, sin dejar de moverse dentro de Eugenia, su mirada fija en Clara como un depredador que anuncia su siguiente presa—. A mi hija. A mis otras nietas. Debes presentármelas.
Clara sintió un frío glacial en el corazón. Sabía exactamente lo que significaba. Lo sentía en sus huesos, en el eco de su propio pasado. Él no quería conocerlas; quería reclamarlas. Evaluarlas. Coleccionarlas. Su familia, su legado, se convertía en su harén personal. Pero ante su mirada, ante la escena dantesca de su nieta siendo poseída por el mismo hombre que la había roto a ella, toda resistencia se esfumó. La programación de sumisión, décadas dormida, despertó. Él era su señor. Su voluntad era ley.
—Es tu derecho, señor —respondió Clara, su voz temblorosa pero clara, sus ojos incapaces de despegarse del cuerpo de su nieta arqueándose bajo el de Javier—. Pero yo… yo debo irme a España mañana. Con mi marido.
Javier rio, un sonido seco y despreciativo. Se inclinó sobre Eugenia y pasó su lengua por el cuello sudoroso de la joven, saboreando la sal de su piel.
—Sí, vete a España —dijo, sin dignarse a mirarla—. Estás vieja, Clara. Arrugada y gastada. Ahora tengo carne joven y nueva con la que divertirme. Toda la familia que creamos.
La elección de la palabra no fue accidental. "Crear". Él se veía a sí mismo no como un violador, sino como un dios obsceno, un arquitecto de destinos sumisos.
Clara, en un último acto de sumisión patética, asintió. —Sí, hemos creado una gran familia. —Su voz era un hilo de agonía—. Y vos, como el único hombre, debes reclamarla.
Mientras hablaban, Eugenia se perdía en su propio abismo. Los gemidos que escapaban de sus labios ya no tenían censura.
—¡Sí! ¡Más fuerte, abuelo, por favor! —suplicaba, sus caderas moviéndose en círculos, buscando más fricción.
—Dime quién te hace sentir así —exigió Javier, acelerando el ritmo hasta un frenesí.
—¡Tú! ¡Solo tú! —gritó Eugenia, completamente perdida, su identidad dissolve en el mar del placer que él controlaba—. ¡Dios, cómo me gusta! ¡No pares!
El clímax de Eugenia fue violento y ensordecedor. Un grito desgarrador salió de lo más hondo de su ser, su cuerpo se convulsionó como sacudido por una corriente eléctrica, y luego se desplomó sobre la mesa, jadeando, completamente vacía. Javier, observando su éxtasis con satisfacción, continuó unos empujones más, ásperos y profundos, antes de alcanzar su propio orgasmo con un gruñido gutural, derramándose dentro de ella con un último estremecimiento posesivo.
El silencio que siguió fue pesado, roto solo por el jadeo sincronizado de los dos cuerpos sobre la mesa. Clara aún estaba de pie, habiendo sido testigo de toda la escena, sintiéndose vieja, usada y profundamente responsable.
—Me voy —logró decir, su voz apenas un susurro—. Pero… cuida bien a la familia.
Javier, separándose lentamente de Eugenia, miró a Clara con desdén. Con un gesto de pura propiedad, pellizcó el pezón sensible y amoratado de Eugenia, haciéndola gemir débilmente.
—Las cuidaré tan bien como a mi nieta menor —respondió, su voz cargada de una promesa siniestra—. Cada una. A mi manera.
Clara no dijo nada más. Dio media vuelta y salió de la cabaña, dejando atrás a su pasado y a su futuro, ambos irrevocablemente enredados en las garras del mismo hombre. El círculo estaba cerrado. Y la pesadilla, sabía, apenas comenzaba para las mujeres de su sangre.
Continuara...

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