Oxana caminaba por los pasillos de la universidad con el corazón latiendo con fuerza, cada paso resonando como un eco de su propia incertidumbre. Las notas del último cuatrimestre habían sido un golpe bajo, un fracaso inesperado que amenazaba con arrebatarle la beca que tanto esfuerzo le había costado conseguir. Sus padres, inmigrantes rusos que habían construido una vida humilde pero digna en Argentina, no podrían costear sus estudios. La presión se acumulaba en su pecho, mezclándose con el miedo a decepcionarlos.
—¿Qué voy a hacer ahora? —murmuró para sí misma, mientras sus dedos jugueteaban nerviosos con el borde de su blusa.
El campus era imponente, un laberinto de edificios antiguos y modernos que albergaban a los mejores estudiantes del país. Oxana, con sus veintiún años recién cumplidos, había logrado destacar entre ellos… hasta ahora. Su piel blanca, casi translúcida bajo la luz del atardecer, contrastaba con su cabello castaño oscuro, largo y ondulado, que caía sobre sus hombros como una cascada sedosa. Sus ojos, heredados de su madre rusa, eran de un verde intenso, capaces de reflejar tanto la determinación como la vulnerabilidad.
La llamada del decano había sido inesperada. Una voz fría, impersonal, que le ordenaba presentarse en su oficina de inmediato. Oxana no había tenido tiempo de prepararse mentalmente, de buscar excusas o soluciones. Solo sabía que, si perdía esa beca, todo su futuro se desvanecería.
Al llegar a la puerta del despacho, respiró hondo y llamó con los nudillos, suaves pero firmes.
—Adelante —respondió una voz grave desde el interior.
El decano era un hombre mayor, de complexión delgada y rostro marcado por las arrugas del tiempo. Sus ojos, pequeños y penetrantes, la observaron con una mezcla de indiferencia y algo más… algo que Oxana no pudo identificar al principio. Se sentó tras su escritorio, las manos entrelazadas, mientras ella permanecía de pie, sintiéndose expuesta.
—Oxana… —comenzó él, alargando su nombre como si lo saboreara—. Tus últimas calificaciones han sido… decepcionantes.
Ella tragó saliva, sintiendo cómo la humedad se acumulaba en sus ojos.
—Lo sé, señor. He tenido algunos problemas personales, pero puedo mejorar. Por favor, deme otra oportunidad.
El decano no respondió de inmediato. En lugar de eso, dejó que el silencio se extendiera, disfrutando de su incomodidad. Oxana notó cómo sus ojos recorrían su cuerpo, deteniéndose en su escote, en la curva de sus caderas. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—La política de la universidad es clara —dijo finalmente—. Con estas notas, pierdes la beca.
Las lágrimas brotaron sin control, resbalando por sus mejillas.
—No puede ser… por favor… —su voz era apenas un susurro quebrado.
El decano observó su llanto con una expresión que, ahora sí, Oxana reconoció: placer. Le gustaba verla sufrir. Le gustaba tener el poder de destruir su futuro con una sola palabra.
—Aunque… —murmuró, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Podría hacer una excepción.
Oxana alzó la vista, esperanzada.
—¿En serio?
—Claro —respondió él, deslizando una mano hacia su cinturón—. Siempre y cuando… seas una buena niña.
El sonido del cierre al bajarse fue como un disparo en el silencio de la habitación. Oxana lo miró, paralizada, comprendiendo demasiado bien lo que le pedía.
"¿En serio voy a hacer esto? ¿Voy a venderme por una beca?"
El decano no tenía prisa. Sabía que ella no tenía opciones. Y Oxana lo sabía también.
Sus rodillas tocaron el suelo antes de que su mente terminara de procesarlo. El peso de la decisión la aplastaba, pero el miedo a perderlo todo era más fuerte.
—Así me gusta —murmuró el decano, mientras sus dedos se enredaban en su cabello—. Una buena niña… obedece.
Oxana cerró los ojos, tratando de desconectar su mente de lo que estaba a punto de suceder. Pero sabía que, a partir de ese momento, nada volvería a ser igual.
El suelo de madera era frío bajo sus rodillas, pero el calor de la vergüenza le quemaba la piel. Oxana apenas podía creer lo que estaba haciendo, pero el instinto de supervivencia, la necesidad desesperada de conservar su beca, la mantenía allí, arrodillada frente a ese hombre que la miraba con ojos hambrientos.
—No te quedes ahí como una estúpida —gruñó el decano, deslizando su mano hacia atrás para agarrarla por el cabello—. Abre esa boquita y demuestra que vales algo.
Ella tragó saliva, sintiendo el nudo en la garganta, pero obedeció. Sus labios, suaves y carnosos, se separaron con reluctancia, y el aire se le cortó cuando el miembro del decano, ya erecto, rozó su boca. El contraste era grotesco: ella, joven, piel de porcelana, labios húmedos y mirada asustada; él, viejo, piel cetrina marcada por manchas de la edad, el vientre flácido y un olor a colonia barata mezclado con sudor.
"¿Cómo puede excitarme esto? ¿Por qué mi cuerpo responde?"
Pero lo hacía. A pesar del asco, del miedo, de la humillación, un calor húmedo se extendía entre sus piernas. El poder que él ejercía sobre ella, la degradación misma de la situación, le provocaba una excitación perversa que no podía controlar.
—Así… —susurró él, hundiendo sus dedos más fuerte en su pelo—. Eres una putita, ¿verdad? Una niña estudiosa por fuera, pero por dentro solo quieres que te usen.
Oxana cerró los ojos, pero no pudo evitar un gemido ahogado cuando la cabeza de su miembro rozó su lengua. El sabor era salado, invasivo, y sin embargo, su boca se llenó de saliva, preparándose instintivamente.
—Más hondo —ordenó él, empujando su cadera hacia adelante.
Ella tosió cuando la punta golpeó su garganta, las lágrimas asomando de nuevo. Pero el decano no se detuvo. La usó con brusquedad, moviéndose hacia adelante y hacia atrás, cada embestida más profunda que la anterior.
—Mírame —exigió, tirando de su cabello para forzarla a alzar la vista—. Quiero ver esos ojos llorosos mientras te tragas mi verga.
Oxana obedeció, sus pupilas verdes empañadas por las lágrimas. Él sonrió, disfrutando de su sumisión, de la manera en que sus mejillas se hundían con cada movimiento.
—Sabes que no tienes opción, ¿cierto? —murmuró, acariciando su rostro con el pulgar—. Sin mí, no eres nada. Solo una fracasada más.
Las palabras la quemaron, pero también la excitaron aún más. Algo en la crudeza de su voz, en la certeza de su dominio, hacía que un escalofrío le recorriera la columna.
—Eres una buena chica —susurró él, acelerando el ritmo—. Pero aún puedes ser mejor.
Oxana sintió cómo su cuerpo respondía, cómo sus músculos se tensaban y su respiración se hacía más rápida. La humillación la encendía, la convertía en algo que no reconocía, pero que no podía negar.
El decano gruñó, sus dedos apretando con más fuerza.
—Vas a tragar todo, ¿entendido? No quiero ver ni una gota perdida.
Ella no tuvo tiempo de asentir. Con un último empujón brutal, él llegó al clímax, y Oxana sintió el líquido caliente llenándole la boca. Tragó rápidamente, ahogando un gemido, el sabor amargo quemándole la garganta.
El decano se apartó con un suspiro de satisfacción, arreglándose el pantalón con calma mientras la miraba con desprecio.
—Puedes irte —dijo, como si nada hubiera pasado—. Pero estate atenta a tu celular. Hasta que no levantes esas notas… me perteneces.
Oxana se levantó con torpeza, las piernas temblorosas, la boca aún ardiente. No dijo nada. Solo asintió, recogió su bolso y salió de la oficina, sintiendo su mirada en la espalda hasta que la puerta se cerró tras ella.
El pasillo estaba vacío. Nadie sabía lo que acababa de ocurrir. Nadie, excepto ellos dos.
Y mientras caminaba hacia la salida, Oxana no pudo evitar preguntarse cuántas veces más tendría que arrodillarse antes de que esto terminara.
El mensaje llegó como un latigazo en la quietud de su habitación. Oxana apenas había logrado componerse después del encuentro con el decano, su mente aún aturdida por el sabor amargo que persistía en su boca, por la humedad entre sus piernas que no correspondía al asco que creía debería sentir. El celular vibró sobre la mesa, y al leer aquellas palabras —"Te espero en la biblioteca a la noche"—, su estómago se contrajo. No era una solicitud. Era una orden.
"¿Ya? ¿Tan pronto?"
No había tiempo para negarse, para cuestionar, para llorar. Si vacilaba, perdería todo. Así que, con las manos temblorosas, se vistió de nuevo —una falda ajustada, una blusa sencilla—, como si la ropa pudiera protegerla de lo que sabía que vendría.
La universidad a esas horas era un espejismo de silencio. Las luces de los pasillos estaban medio apagadas, y solo el eco de sus pasos la acompañaba. La biblioteca, normalmente un santuario de conocimiento para ella, ahora se erguía como una puerta hacia algo más oscuro.
Al empujar la pesada puerta de madera, el olor a papel antiguo y polvo le golpeó, pero lo que la dejó sin aliento fue la escena frente a ella.
El decano estaba allí, de pie junto al bibliotecario, un hombre obeso de rostro congestionado y manos gruesas que ya la miraban con avidez.
—Ah, llegaste —dijo el decano, como si hubieran quedado para tomar un café—. Bueno, como te dije, la beca tiene condiciones. Y esta noche, el señor Rivas tiene… ganas de leer.
El bibliotecario, Rivas, sonrió, mostrando dientes amarillentos.
—Dos horas —continuó el decano, ajustándose los lentes—. Disfrútala.
Y antes de que Oxana pudiera reaccionar, el decano salió, cerrando la puerta con un clic siniestro.
—No hace falta que te quedes quieta —murmuró Rivas, acercándose—. Pero tampoco hace falta que grites. Aquí no hay nadie que te escuche.
Oxana retrocedió instintivamente, pero su espalda chocó contra una estantería.
"Dios, no… ¿él también?"
Rivas no perdió tiempo. Sus manos, gruesas y sudorosas, se cerraron alrededor de su cintura, tirando de ella hacia una mesa cercana donde pilas de libros esperaban, mudos testigos de lo que ocurriría.
—Qué piel tan suave —murmuró, deslizando sus dedos por su muslo—. Las estudiantes como tú nunca se fijan en hombres como yo. Pero ahora… ahora me vas a mirar.
Oxana cerró los ojos cuando él le levantó la falda, sus dedos encontrando rápidamente la tela de sus bragas.
—Mírame —gruñó Rivas, agarrándole la barbilla con fuerza—. Quiero ver esos ojitos verdes cuando te toco.
Ella obedeció, y algo en la manera en que él la observaba, en la forma en que su respiración se aceleraba al deslizar un dedo bajo su ropa interior, hizo que un escalofrío le recorriera la piel.
"No… no debería sentir esto…"
Pero su cuerpo no la escuchaba. Cuando Rivas le arrancó las bragas y la obligó a subirse a la mesa, separando sus piernas con brusquedad, Oxana sintió cómo el rubor le quemaba las mejillas… y cómo la humedad entre sus muslos traicionaba su excitación.
—Ajá —él resopló, satisfecho—. Lo sabía. A las putitas como tú les encanta esto.
Ella quiso negarlo, pero las palabras murieron en su garganta cuando sus dedos, torpes pero insistentes, encontraron su clítoris.
—Aquí nadie te juzga —susurró Rivas, inclinándose para morder su cuello—. Puedes gemir.
Y ella gimió.
No fue el sonido de una víctima, sino el de una mujer cuyo cuerpo había sido conquistado por el placer, a pesar de su voluntad. Rivas lo notó, y con una sonrisa triunfal, introdujo dos dedos dentro de ella, moviéndolos en un ritmo que la hizo arquearse.
—Sí, así —murmuró—. Apriétame.
Oxana no podía creer lo que estaba sintiendo. El peso de Rivas sobre ella, su olor a tabaco y transpiración, la manera en que sus rollos de grasa se pegaban a su cuerpo delgado… todo debería haberla repelido. Pero en cambio, cada caricia, cada empujón de sus dedos, la acercaba más al borde.
—Vas a venirte —ordenó él, acelerando el movimiento—. Ahora.
Y ella lo hizo.
Un gemido ahogado escapó de sus labios cuando el orgasmo la sacudió, su cuerpo convulsionando sobre los libros, sus dedos aferrándose a los bordes de la mesa. El sudor le brillaba en la piel, sus pechos subiendo y bajando con cada jadeo.
Rivas la observó con ojos oscuros de lujuria.
—Recién empezamos —dijo, desabrochándose el cinturón.
Oxana apenas tuvo tiempo de recuperar el aliento antes de sentir algo más grueso, más insistente, presionando contra su entrada… pero no donde ella esperaba.
—No… —murmuró, dándose cuenta—. Ahí no…
Pero Rivas ya estaba empujando.
—Callate —gruñó—. Y relájate, putita. Esto ya es mío.
Y en la penumbra de la biblioteca, entre páginas de conocimiento y polvo, Oxana comprendió que su cuerpo ya no le pertenecía.
Al menos no hasta que su beca estuviera a salvo.
El bibliotecario, Rivas, tenía sus manos gruesas y sudorosas agarrando sus caderas con fuerza, sus dedos hundiéndose en la carne blanca y suave de la joven mientras ella, con las mejillas ardientes y los ojos vidriosos, intentaba adaptarse a la intrusión brutal que estaba sufriendo.
—Soy virgen… por ahí —había dicho, casi como un último intento de negociación, como si esa confesión pudiera detener lo inevitable.
Pero Rivas solo se rió, un sonido gutural que reverberó en el silencio de la biblioteca.
—Entonces voy a ser el primero —respondió, sin piedad, sin vacilar, mientras empujaba con más fuerza.
"¡Dios, duele!"
Y sí, dolía. Un dolor agudo, desgarrador, como si su cuerpo se partiera en dos. Oxana apretó los dientes, sus uñas clavándose en la superficie de la mesa de madera, sintiendo cómo cada centímetro que el hombre ganaba dentro de ella era una batalla perdida. Pero, para su propia vergüenza, no era solo dolor lo que sentía.
Había algo más.
Algo que no quería admitir.
El roce de su panza contra sus nalgas, el sonido húmedo de su cuerpo siendo penetrado, la manera en que sus propias lágrimas se mezclaban con el sudor que le corría por el rostro… todo contribuía a una excitación que no podía negar.
—Relájate, putita —gruñó Rivas, inclinándose sobre su espalda, su aliento caliente y cargado de tabaco rozando su oreja—. Cuanto más te resistas, más te va a doler.
Oxana intentó obedecer, respirando hondo, sintiendo cómo su cuerpo, contra toda lógica, comenzaba a ceder. El dolor no desapareció, pero se transformó, se mezcló con una presión interna que, de alguna manera retorcida, empezaba a sentirse… bien.
"No puede ser… ¿me está gustando?"
Rivas lo notó. Notó cómo sus músculos se relajaban un poco, cómo su respiración entrecortada ya no era solo de sufrimiento. Con una sonrisa satisfecha, comenzó a moverse, empujando hacia adentro y hacia afuera con un ritmo lento pero implacable.
—Ahí está —murmuró—. Así se hace.
Cada embestida era una mezcla de agonía y placer. Oxana sentía cómo su cuerpo se estiraba, cómo se adaptaba a un tamaño que nunca antes había aceptado, y aunque las lágrimas seguían fluyendo, ya no eran solo de dolor.
—Mmm… qué apretada —Rivas jadeó, sus manos agarrando sus nalgas con más fuerza, separándolas para penetrarla más profundamente—. Vas a recordar siempre quién fue el primero.
Oxana no pudo evitar un gemido cuando una de sus manos se deslizó hacia adelante, encontrando su clítoris hinchado y sensible.
—Sí… ahí lo tienes —susurró él, frotando círculos rápidos mientras seguía empujando dentro de su trasero—. Aunque digas que no, tu cuerpo me pertenece ahora.
Era demasiado. Demasiadas sensaciones, demasiado contraste entre el dolor y el placer. Oxana gimió, su espalda arqueándose, sus pechos rozando contra la mesa fría.
"No puedo… no puedo más…"
Pero Rivas no iba a detenerse.
—Vas a venirte —ordenó, acelerando el movimiento de sus dedos y sus caderas—. Vamos, suelta todo.
Y ella lo hizo.
Un orgasmo brutal la sacudió, su cuerpo convulsionando, su interior apretándose alrededor de Rivas, quien gruñó y la penetró con más fuerza, hasta que finalmente él también llegó al límite.
—Toma, putita —gritó, hundiéndose hasta el fondo y soltándose dentro de ella—. Toma todo.
Oxana sintió el calor llenándola, la humedad escurriéndose entre sus muslos, y supo que estaba perdida.
Cuando Rivas finalmente se separó de ella, dejándola temblorosa y marcada, Oxana apenas podía sostenerse en pie. Las dos horas habían pasado, pero el tiempo había perdido todo significado.
—Vete —dijo Rivas, ajustándose la ropa con una sonrisa—. Pero estate atenta al teléfono.
Oxana asintió, recogiendo su ropa con manos temblorosas. Mientras se vestía, sintió el líquido de Rivas escapando de su cuerpo, recordándole lo que había ocurrido.
"Volveré a hacerlo."
La idea la sorprendió, pero no la asustó.
Porque en medio de toda la confusión, una cosa era clara: su cuerpo ya no era el mismo.
Y a pesar de todo, ansiaba más.
Continuara...

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