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Belén y el novio de su madre - Parte Final

 


Belén se movió con la lentitud de un felino herido, los músculos de sus muslos temblaban como si recordaran cada embestida, cada marca que las manos de Enzo habían dejado en su piel como tatuajes invisibles, el simple acto de despegar las sábanas pegajosas de su espalda le hizo contener el aliento, el roce de la tela contra sus pezones sensibles era un recordatorio cruel y delicioso de lo que había ocurrido 

Se sentó al borde de la cama, las palmas apoyadas en el colchón aún caliente por el calor de sus cuerpos, el primer intento por ponerse de pie terminó con un gemido ahogado, su ano palpitaba al ritmo de un corazón inexistente, esa sensación de estar llena y vacía al mismo tiempo la hacía morderse el labio inferior hasta saborear hierro, no era dolor exactamente, era algo más complejo, una mezcla de ardor y cosquilleo que se extendía desde su centro hasta la punta de los dedos de los pies 

El espejo del armario la esperaba como un juez silencioso, reflejando su imagen deshecha, el cabello revuelto como un nido de urraca, los labios hinchados por los besos y mordiscos, los pechos marcados por huellas dentadas que formarían moretones para el atardecer, pero lo más revelador estaba entre sus piernas, ese brillo perverso que se pegaba a sus muslos internos, la prueba física de que su cuerpo había disfrutado incluso cuando su mente dudaba 

El camino al baño fue una peregrinación de culpa y anticipación, cada paso le recordaba la presencia de Enzo dentro de ella, la forma en que la había levantado como un muñeco de trapo para penetrarla más profundo, el sonido de su voz ronca susurrando obscenidades que ahora repetía en su cabeza como un mantra 

El agua caliente cayó sobre su piel como un bautismo inverso, lavando las capas de sudor y sexo pero no la esencia de lo ocurrido, sus manos se deslizaron por su cuerpo con una curiosidad nueva, los dedos explorando las zonas que él había reclamado, cuando llegaron a su ano todavía sensible contuvo el aliento, el simple roce le hizo arquear la espalda contra los azulejos fríos, su mente reproducía cada segundo, cada gruñido, cada maldición que Enzo había susurrado contra su piel 

—Esta noche —repitió para sí misma, sintiendo cómo esas dos palabras encendían algo bajo su vientre, cómo sus pezones se endurecían nuevamente bajo el agua como si ya estuvieran esperando nuevas mordidas 

Se miró las muñecas, enrojecidas por donde él la había sujetado, imaginó sus manos grandes empujándola contra la cama otra vez, imaginó su voz ordenándole cosas que jamás habría hecho por nadie más, y supo entonces que estaba perdida, que esa mezcla de dolor y placer era ahora una adicción que no tenía intención de curar 

El espejo empañado del baño le devolvió su imagen borrosa, como si el vapor hubiera suavizado los bordes de su culpa, dejando solo el brillo hambriento en sus ojos, esa parte de ella que ya contaba las horas para la noche, para el siguiente round, para la siguiente marca que Enzo decidiera dejar en su cuerpo y en su alma 

Secándose con una toalla áspera que le ardía en la piel sensible, Belén sonrió por primera vez desde que se había despertado, una sonrisa pequeña y secreta, la sonrisa de alguien que acaba de descubrir un nuevo sabor y quiere más, siempre más, sin importar las consecuencias 

La noche había caído como un manto pesado sobre la casa, envolviendo cada rincón en sombras que parecían susurrar los pecados de Belén. Se había pasado la tarde entera en su habitación, fingiendo estudiar mientras sus dedos, traicioneros, volvían una y otra vez al lugar que Enzo había reclamado como suyo. Cada roce le recordaba el dolor placentero, la humillación que la hacía arder por dentro. 

Pero ahora, sentada a la mesa del comedor, con el mantel impecable y los cubiertos brillantes bajo la luz tenue, la culpa le pesaba como una losa. Su madre, radiante con un vestido escotado que dejaba ver más de lo que Belén hubiera querido, reía con esa risa falsa que solo usaba cuando quería impresionar a alguien. Y Enzo… Enzo estaba sentado frente a ella, con su sonrisa de lobo, los ojos oscuros fijos en Belén como si ya la estuviera desvistiendo con la mirada. 

—Belenita, ¿no tienes hambre? —su madre le pasó la fuente de pasta, los dedos enguantados rozando el plato con delicadeza. 

—No mucho —murmuró Belén, clavando el tenedor en la comida sin ganas. 

Enzo se inclinó hacia adelante, los brazos musculosos apoyados sobre la mesa, la camisa abierta en el cuello dejando ver ese vello oscuro que tanto la excitaba. 

—Las jóvenes de ahora no comen bien —dijo, como si fuera un experto en chicas de dieciocho años—. Tanta prisa por estar delgadas. 

Belén sintió que su rostro ardía. No era por el comentario, sino porque, en ese momento, bajo la mesa, el pie de Enzo se deslizó por su pantorrilla, subiendo lentamente hasta el interior de su muslo. Ella apretó las piernas, pero él insistió, presionando con más fuerza, hasta que el empeine de su zapato rozó justo donde ella más lo necesitaba. 

—Enzo, cariño, ¿qué opinas de los niños? —la madre sonrió, sirviéndole más vino tinto—. A mí me encantaría ser abuela pronto. 

Belén casi se atraganta con el agua que estaba bebiendo. 

—¡Mamá! —protestó, las mejillas encendidas—. Por favor… 

Enzo no apartó los ojos de ella mientras respondía, su voz grave como un rumor de trueno: 

—Los niños son una bendición… cuando llegan en el momento adecuado. 

Su pie subió un poco más, rozando la entrepierna de Belén a través del delgado tejido de su vestido. Ella contuvo un gemido, los dedos aferrándose al borde de la mesa como si fuera a caerse. 

—Bueno, yo solo digo que no me quedan tantos años fértiles —la madre rió, ignorando por completo la tensión que llenaba el aire—. Y tú, Enzo, estás en la mejor edad para ser padre. 

Belén no pudo soportarlo más. 

—¡Basta! —se levantó bruscamente, haciendo temblar los vasos—. No hables de eso delante de mí. 

Su madre la miró sorprendida, pero Enzo solo sonrió, como si disfrutara cada segundo de su incomodidad. 

—Perdóname, hija —dijo la madre, con un tono que no sonaba nada arrepentido—. A veces se me olvida que aún eres una niña. 

Belén no respondió. Con el corazón latiendo a mil por hora, salió del comedor y subió las escaleras hacia su habitación, sintiendo la mirada de Enzo quemándole la espalda en cada paso. 

Sabía que no había terminado. Sabía que, cuando su madre se durmiera, él vendría por ella. 

Y lo peor de todo era que, a pesar de la culpa, a pesar de los celos que le corroían por dentro al verlo con su madre… no podía esperar. 

La luna filtraba su luz plateada entre las cortinas del cuarto de Belén, iluminando su cuerpo desnudo que esperaba sobre las sábanas frescas, cada latido de su corazón marcando los minutos lentos hasta que la puerta se abrió sin ruido, como si el aire mismo se partiera para dejar pasar a Enzo, su silueta imponente recortada en el marco antes de cerrar con el seguro que resonó como un disparo en la noche 

—No te moviste ni un centímetro —susurró él, los ojos brillando en la penumbra mientras se acercaba, los pasos sigilosos de un depredador que ya había cazado su presa— Qué buena niña eres 

Belén no respondió con palabras, solo extendió los brazos hacia él, las palmas hacia arriba en un gesto de entrega total, su piel de porcelana brillando bajo la luna como un altar listo para la profanación, los pezones erectos y dolorosos de tanto esperar, el vello rubio entre sus piernas peinado por sus propios dedos ansiosos mientras imaginaba esta escena una y otra vez 

Enzo se detuvo al borde de la cama, desabrochando su cinturón con movimientos lentos que hacían crujir el cuero como un látigo imaginario, su mirada recorriendo cada curva de Belén como si ya la estuviera poseyendo 

—Tu madre quiere un nieto —dijo mientras el pantalón caía al suelo revelando la dura realidad de su excitación— Y yo siempre cumplo mis promesas 

Belén sintió el aliento cortarse en su garganta cuando él se inclinó sobre ella, las manos callosas agarrando sus muslos para abrirlos como las páginas de un libro prohibido, su aliento caliente en la piel sensible de su vientre mientras hablaba 

—Pero primero —susurró mordiendo el hueso de su cadera— La putita sumisa necesita su castigo por portarse tan celosa en la cena 

El primer contacto de su lengua fue eléctrico, un latigazo de placer que hizo arquear a Belén contra las sábanas, sus manos enterrándose en las sábanas cuando Enzo comenzó a devorarla con la experiencia de quien conoce cada punto débil, cada rincón secreto que hacía gritar a Belén en vocales largas y temblorosas 

—¡Ahí! ¡Dios, ahí! —suplicó cuando los dedos de él se unieron a la fiesta, uno después otro entrando en ese lugar cálido y húmedo que ya los extrañaba, el pulgar dibujando círculos perfectos en su clítoris mientras la lengua no dejaba ni un centímetro sin explorar 

Enzo la miró desde entre sus piernas, los labios brillantes con su esencia, los ojos diciendo todo lo que no hacía falta vocalizar —Vas a venirte en mi boca como una buena chica —ordenó— Y después voy a llenarte hasta que no quede un hueco vacío 

Belén nodo frenéticamente, ya perdida en la sensación, su cuerpo respondiendo como un instrumento afinado por esas manos expertas, las caderas empujando contra su rostro buscando más, siempre más, hasta que el orgasmo la golpeó como una ola rompiendo en la orilla, un grito ahogado en la almohada mientras su cuerpo se curvaba en un arco perfecto 

Pero Enzo no le dio tiempo a recuperarse, la volteó boca abajo con un movimiento brusco, levantando sus caderas para exponer ese trasero que aún guardaba el recuerdo de su posesión matutina, sus manos separando las nalgas para revelar el pequeño orificio rosado que palpitaba ante su mirada 

—Relájate —murmuró untando sus dedos con el líquido que aún goteaba de su anterior víctima— Esto va a doler menos si no luchas 

Belén enterró el rostro en las sábanas cuando sintió la punta de su miembro presionando contra ese lugar estrecho, las lágrimas asomando en sus ojos no tanto por el dolor sino por la intensidad de ser tomada así, completamente, sin concesiones, su cuerpo estirándose para acomodar cada centímetro de él como si hubiera sido diseñado para esto 

—Eres mía —gruñó Enzo agarrándola de las caderas para clavar hasta el fondo en un movimiento que hizo gritar a Belén en un sonido entre el dolor y el éxtasis— Mía 

El ritmo que estableció fue brutal desde el principio, cada embestida una reafirmación de su dominio, las manos de Belén aferrándose a las sábanas que se arrugaban bajo sus dedos, los gemidos saliendo entrecortados por la presión de su peso sobre ella 

—Dime que lo quieres —exigió Enzo agarrándola del cabello para exponer su cuello a sus mordiscos— Dime que quieres que te llene como a tu madre nunca lo haré 

—¡Lo quiero! —gritó Belén sintiendo cómo cada palabra la hacía más suya— ¡Quiero que me llenes! 

Enzo maldijo en voz baja cuando el climax lo arrastró, hundiéndose hasta el fondo para depositar cada gota de su promesa en el cuerpo tembloroso de Belén, sus gruñidos mezclándose con los sollozos de placer de ella que ya no sabía dónde terminaba el dolor y comenzaba la adicción 

Cuando se separaron, Belén quedó tendida como un náufrago en la orilla, cada músculo adolorido pero satisfecho, el sabor de Enzo todavía en su boca cuando él la besó profundamente antes de levantarse 

—Duerme —ordenó vistiéndose con la misma calma con la que había llegado— Mañana tu madre querrá desayunar temprano 

Y mientras la puerta se cerraba tras él, Belén sonrió en la oscuridad, sus dedos acariciando el vientre donde quizás, solo quizás, ya latía el principio de su perdición 

 

Las noches se habían convertido en un ritual sagrado entre Belén y Enzo, un baile de sombras y gemidos ahogados entre las paredes de esa casa que guardaba sus secretos mejor que cualquier confesionario. Cada encuentro era más intenso que el anterior, cada toque dejaba marcas más profundas, no solo en la piel, sino en el alma. 

Belén ya no era la chica inocente que se ruborizaba al primer contacto. Ahora conocía su cuerpo como un instrumento afinado para el placer, sabía cómo mover las caderas para que Enzo gruñera como un animal, cómo morderle el labio inferior para que perdiera el control y la tomara con esa furia que la hacía sentir viva. Pero también sabía que algo había cambiado. 

Su vientre, antes plano y suave, ahora guardaba un secreto que crecía día a día. 

—Enzo —susurró una noche, mientras sus dedos trazaban círculos en el sudor que brillaba sobre su pecho—. No me ha venido. 

Él no respondió de inmediato. Sus ojos, siempre tan calculadores, se posaron en su vientre como si ya pudieran ver lo que ocultaba. 

—¿Cuánto tiempo? —preguntó, su voz más fría que de costumbre. 

—Dos meses. 

El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. Enzo se levantó de la cama, vistiéndose con esa calma que tanto la exasperaba, como si nada de lo ocurrido entre ellos tuviera importancia. 

—No te preocupes —dijo por fin, ajustándose el cinturón con un gesto que Belén había aprendido a reconocer como señal de que algo importante estaba por suceder—. Yo me encargaré de todo. 

Al día siguiente, su madre llegó llorando a casa, los ojos hinchados, las manos temblando mientras abrazaba a Belén como si fuera lo único que le quedaba en el mundo. 

—Me dejó —sollozó—. Sin explicaciones, sin nada. 

Belén la abrazó, sintiendo el peso de la culpa aplastándole el pecho. Pero también algo más, algo oscuro y dulce que no podía evitar: la satisfacción de saber que, al menos por un tiempo, Enzo había sido suyo. 

Los meses pasaron como un sueño. Su madre, aunque destrozada por la ruptura, encontró consuelo en la noticia de que sería abuela. Nunca preguntó por el padre, nunca sospechó que el niño que crecía en el vientre de Belén llevaba la sangre del hombre que había roto su corazón. 

—Será varón —dijo una tarde, acariciando la barriga de Belén con una sonrisa triste—. Lo sé. 

Belén asintió, mirando por la ventana como si esperara ver a Enzo aparecer en cualquier momento. Pero él nunca volvió. 

Epílogo: El Ciclo 

El parto fue largo y doloroso, pero cuando el llanto del niño llenó la habitación, Belén supo que valía la pena. Lo llamaron Lucas, un nombre fuerte, como el de su padre. 

Mientras tanto, Enzo ya estaba en otra casa, con otra mujer, otra hija joven que lo miraba con esa mezcla de inocencia y curiosidad que tanto le gustaba. 

—¿Qué tal tu día, hijastra? —preguntó una noche, sirviéndose un trago mientras la observaba desde el otro extremo de la mesa. 

Ella sonrió, sin saber que ya era la próxima en la lista. 

Y así continuó el ciclo, una semilla tras otra, un corazón roto tras otro. Porque Enzo nunca se detendría. Era un depredador, y el mundo estaba lleno de presas. 


Fin. 

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