Tres meses habían transcurrido desde aquella primera noche de pesadilla. Tres meses durante los cuales la casa de Marian se había transformado en un templo perverso de la obediencia, un microcosmos donde las reglas del mundo exterior habían sido borradas y reemplazadas por el dogma único de la voluntad de Javier. El entrenamiento había sido meticuloso, implacable, y profundamente efectivo. Las cadenas físicas ya no eran necesarias; las cadenas mentales que él había forjado eran infinitamente más fuertes. Marian, Valeria, Martina y Eugenia ya no luchaban. Habían entendido su lugar. O, más precisamente, habían sido reprogramadas para encontrarlo no como una prisión, sino como su estado natural, la única realidad que garantizaba su aprobación, placer y una paz distorsionada. Una tarde, con la luz del sol filtrándose por las cortinas pesadas del salón, Javier decidió realizar una ceremonia que simbolizara su triunfo absoluto. Ordenó a las cuatro mujeres que se presentaran. Acud...
Javier observaba a su hija, Marian, ahora reducida a una mascota obediente que dormitaba a sus pies en el salón, con una satisfacción profunda y lúgubre. La transformación era completa, un testimonio de su poder para moldear voluntades y borrar identidades. Pero una pieza del rompecabezas familiar aún no encajaba perfectamente. Sus nietas, Valeria y Martina, seguían confinadas en sus habitaciones, atadas a sus camas, resistiendo en silencio o con rabia impotente. Era hora de ocuparse de ellas, de integrarlas plenamente en el nuevo orden que él estaba construyendo. Y decidió comenzar por la más prometedora: Valeria. La joven de veinte años había mostrado, durante su violación inicial, una chispa de aquiescencia, una curiosidad malsana que Javier estaba ansioso por explotar. Se dirigió a su habitación y la encontró como la había dejado: desnuda, atada de muñecas y tobillos, sus ojos—tan parecidos a los de Clara y Eugenia—se abrieron de par en par con una mezcla de miedo y exp...